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Un gran sueño interrumpido.

  << ¡F irmes, ya no se mueve nadie en la formación!>> Ordenó  el capitán bizarro a su sección. No se escuchaba el murmullo de un aliento. Las bayonetas, las charreteras bien lustradas, y las casacas napoleónicas se entremezclaban en la formación con los trajes más modernos del ejército galo. Todos miraban a un cielo de tintes metálicos. La grisura en cambio no podía contener la emoción en un París, que esperaba esa visita con gran ilusión. De reojo, atisbaron la figura del presidente,  George Pompidou,  una efigie imbuida de la solemnidad  del momento.  Se trataba de un recibimiento con todos los honores de estado, para un ilustre visitante, quizá el más ilustre que pisase jamás tierras galas. A la altura de  Julio César , que con su capa roja había desolado a los antiguos moradores de Francia. Como había leído en Le Monde uno de los presentes, seguramente muchos compatriotas llevasen los genes de este faraón de luenga vida y gran fec...

Los colores del incendio

C uando las peores pesadillas se ciernen sobre nuestras esperanzas, buscamos refugio en la imaginación, que nos abre sus puertas a través  de la ficción y en este caso, la literatura. No en vano, Madrid se yergue como una urbe fantasmal, desde la que se otean pequeñas hormigas, grupos dispersos de personas, que brujulean por unas calles desiertas. La lucha contra un enemigo invisible, el coronavirus, que debemos guardar desde nuestros propios domicilios, se convierte entonces en una resaca. Virus por allí y por aquí, información a granel, todo relacionado con esta maldita pandemia, que va a dejar una inefable factura sanitaria y económica. Por eso, la literatura se torna cada vez más imprescindible. Es cuando desde la azotea, un café que yace gélido en la taza y en la otra mano, un ejemplar de Los colores del incendio , se convierten en una espléndida arma para combatir el miedo y el tedio. La  segunda parte de la exitosa Nos vemos allá arriba , con la que su autor ganó uno ...

Varo, entre los sueños y la muerte.

L a guerra qué absurdo, receló Benjamin Péret . Sin embargo, aquella estaba revestida   de graves ínfulas y revoluciones sociales. Era lo que había escuchado a un escuchimizado Andreu Nin, que en sus disertaciones corría un gran peligro, pues cada vez desafiaba más al Kremlin. ¿Creería que saldría ileso del trance? ¿O qué en el comunismo se podría opinar libremente? Como materialistas, en el sentido ideológico, solamente entendían la libertad en sentido material. ¡Cuidado! Soso no era un enemigo con el que se pudiese bromear. Solamente le hacía gracia Mijail Bulgakov , que también traspasó esa línea en numerosas ocasiones. Pues ese catalán de acento cerrado, lo había leído con profusión y como uno de los desheredados, cogió afecto a su  causa. Peret que hablaba el español con acento de gabacho, se esforzaba por intercambiar palabras en aquel idioma con Andreu, pero no, mejor conversar en francés. Acudió a su llamada, la llamada del POUM. La causa obrera exigía una revolución...

Oona y Salinger

C omo en tantas otras ocasiones, que una opinión en exceso encomiástica, demora una lectura muy recomendable, pues de esta guisa nos presentamos ante   Oona y Salinger . La novela envuelta en el polvo, languidecía en un lugar remoto de la estantería, escondida entre tomos de finanzas. Hasta que despertó de su sueño, una tarde que balanceé el ejemplar en mis manos. Obra   de uno de los enfant terrible del panorama literario actual francés, Frédéric Beigbeder desde las primeras páginas aborda la historia en un estilo muy particular. Encareciendo al lector que comprenda sus ansias de contaminarse de la candidez de la juventud y de no envejecer nunca. Nos transporta a su universo particular, lo que sonará frívolo para no pocos, pero que a posteriori cobrará sentido. Beigbeder cuenta cómo esquiva a cualquier coetáneo, para que no le imbuya en la clase de problemas típicos de la cuarentena. Los hijos adolescentes, la escasez de tiempo personal, las arrugas que crecen por doquier ...

Annabel Lee

L a muerte ronda por sus ojos, que titilan desdicha y una suerte de sueños góticos. Una mirada que como sabemos, flota por el más allá, como sus relatos en los que el dolor y la locura van unidos.  Vierte entonces unos versos desesperados, el último poema completo, que escribe el eximio escritor, Annabel Lee , casi tambaleándose por los efectos de un Baco inmisericorde . Se publicará de manera póstuma. Sin embargo,  ¿quién es ella, quién fue Annabel Lee? ¿Todas las mujeres o sólo una? Quizá ninguna y todas a la vez.  I nevitablemente, los versos de Edgard Allan Poe suenan en nuestra memoria con los arreglos y los acordes de Radio Futura . En nuestra ignorancia de entonces, abundamos ciegamente en unas pesquisas, que nos hicieron suponer que sería alguna chica conocida por su cantante, Santiago Auserón . Pero llegó la universidad, el metro que zigzagueaba como un topo, y aquella recopilación de la narrativa del famoso autor americano, que permitieron que las capas ...

M

A nochece en la gran ciudad, sumida en dos colores, el blanco y el negro. Acentuada por una estética umbrosa que predomina en toda la cinta, cuando la calle se llena de las peores bestias. Entonces aparece la silueta de Peter Lorre,  el mítico actor vienés que se estrena en una película de gran proyección internacional, y las niñas que siguen jugando a las desapariciones . La inconmensurable sabiduría popular; tañen las vocecitas que recubren de inocencia tan cándido juego, mientras las madres hacendosas las reclaman, desde el rellano de la escalera. Alguien silba los compases  En el salón del rey de la montaña.   El monstruo que opera en la oscuridad, se lleva a una de ellas, Elsa, la última de tantas víctimas. Cunde una vez más la histeria, de una sociedad inerme ante el monstruo. Cualquiera podría ser culpable. ¡ Hasta usted lector! Seguidamente, un transeúnte amable se convierte en objeto de las sospechas o tu interlocutor, al que le brilla la mirada cuando se saca...

El papiro de arena.

U na noche con nubes recelosas, moviéndose entre una luna que parecía apocada, allí agazapada en lo alto. ¡Qué miedo! Hasta para un hombretón como el señor  Charles Edwin Wilbour , cincuentón que se salía de la media en altura y que por el perímetro de sus bíceps, espantaba al más osado. Pero aquel paraje resultaba desolador. Se giró con las barbas luengas y canas que le caracterizaron. ¡No había nadie! ¿Le habrían engañado? A pesar de sus recelos, llegó su cita con cara de congoja. Un tal  Ahmed Abd el-Rassul , capital en nuestra historia. Aunque antes de adentrarnos en aquella noche misteriosa, hagamos un pequeño recuento de las peripecias del señor Wilbour.  Desde que su empresa papelera entrase en dificultades, decidió partir para cumplir con algunos de sus sueños, que había pergeñado de bien mozo. Corría el año 1872. Así, en su periplo europeo, contactó con uno de los más notables egiptólogos de su tiempo, Gaston Maspero , al que acompañó en varias expediciones a...