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Mostrando entradas de abril, 2021

Borges, Bioy Casares y Vargas Llosa

 - ¡ Q ue le parta un rayo, Adolfo!  -El mejor comienzo es el final. - El tal Adolfo no dio su brazo a torcer. Saltaban las chispas dialécticas en la habitación, que se encontraba a media luz. El maduro se refugió entonces en la ventana, huyendo de la diatriba de Jorge Luis Borges ., y metió la cabeza entre las cortinas para asomarse al mundo real.  -No, querido, el final es la invitación a leer tu próxima creación. - Sentenció el señor Borges, que quiso avanzar en la neblina creativa. Se les estaba atragantando aquel cuento fantástico, por las perversas disquisiciones literarias de su partenaire en este oficio, Adolfo Bioy Casares . Propuso más conciliador. -  Pero pasémoslo por alto, para adelantarnos algo en este pesado oficio.  El genial Borges, icono también de la literatura.  Se hizo el silencio en aquel instante turbador. Unas nubes que serpenteaban negras por el cielo bonaerense. Auspicios de tormenta. Adolfo trascendió  a las aceras a través de los ventanales en el modesto dep

El maestro Juan Martínez que estaba allí.

E l libro comienza sin solución de continuidad. La acción enseguida adquiere un ritmo vertiginoso en El maestro Juan Martínez que estaba allí . Por eso, el lector se imagina al barón Stettin , un chambón, con monóculo y báculo. Rubicundo, despectivo, gracias a su perpetuo estado de cogorza, su capa gualdrapeaba como una bandera en medio de la explanada. Una nube de soldados, que  con los cascos en punta prusianos, relucían en aquella tarde con reverberos inusitados de conquista. Eran turcos, no boches, lo que denotaban sus pieles atezadas. Entre ellos, el oficial se desenvuelve  con rictus lleno de aplomo. Por la noche en cambio, el champagne, lo único que consumía de los  galos  odiados , le tornaba en una imagen tambaleante, que le escrutaba para sentenciarle. Sin duda le miraba con ojos extraños.   Una vez que le pidió que se asomase por su palco, el maestro Juan Martínez , bailarín que había sido invitado por los turcos, por esa fascinación que les producía el flamenco, se dejó lle

José Robles, en la sombra del infierno.

  E staba emocionado, jamás habría sospechado, haber dejado tanta huella en sus alumnos de la Unviersidad John Hopkins . Confetis, trompetillas, algazara inesperada, al traspasar el quicio de su clase. Aquella mañana, sin embargo, se pasó con desgana la hoja de afeitar sobre su rostro aceitunado, tuteándose en ese espejo, que podía ser infinito y que le dio un escalofrío. Pepe se había levantado con las mismas ojeras de siempre, roídas por el cansancio. Afrontaba la última clase, en las que no regateaba un resquicio de esfuerzo, con la emociones contenidas y mucho sueño. No en vano, Don José Robles Pazos había evocado en un duermevela intenso sus primeros días en la universidad, además de la gran ayuda que le había brindado John Dos Passos . para instalarse en un país, cuyas costumbres y burocracias le eran oscuras. José Robles Pazos, el gran profesor Le unía más que una sólida amistad a aquel escritor, reportero trotamundos, al que había conocido en Madrid hacía veinte años, gracias

Hildegart, o ¿nos pertenecen los hijos?

  En la presente entrada, nos vamos a plantear una cuestión de gran hondura. ¿Nos pertenecen los hijos, incluso después de abandonar el vientre materno? ¿Deben ser una prolongación de nuestras frustraciones? Pero pónganse cómodos en sus butacas, que esta historia que tiene un "squarcio di realtá" como decían los veristas , les hará posicionarse en relación a las preguntas anteriores. Agradecemos que viertan su opinión al finalizar su lectura. ¡Abrimos el telón!    "T enía la espalda molida, pero en algún lugar remoto brilló ese nombre, que le hizo danzar en un sinfín de imágenes. Movieron cajas del archivo con gruesas capas de polvo que masticaron, cuando sus ojos movedizos y pequeños, desenterraron ese fárrago de folios. - ¡Alberto, mira lo que hay aquí! - El Doctor Celedonio Fernández incitó la curiosidad de su ayudante, que presto acudió a su lado. Una calada mirífica para con satisfacción, no ahogarse en su propia alegría. Salía a flote una correspondencia, que hab

Verlaine contra Rimbaud.

 "   Yo no sé si las leyes son justas o si las leyes son injustas;  todo lo que sabemos los que estamos en la cárcel es que el muro es sólido, y que cada día es como un año, un año de días muy largos ." De profundis , Oscar Wilde . A l otro lado de las rejas, acaba su mundo cuando llegaba la noche. Las cerraduras que chirriaban al cerrarse, el sueño pestilente, y las erupciones que le provocaban los trajes de arpillera. Ni el pretil de la poesía o el recuerdo de los rimeros de libros, agazapados en la estantería de su gabinete, le hacían escapar de la humedad que se le metía en ese caparazón roído por la infamia. Más derruido por su sentimiento de culpa.  Encendía el cabo de una vela, que le escondía un centinela admirador de su poesía, para que Paul Verlaine , maestro de los simbolistas, continuase pergeñando versos. Pero lo más, a lo que le llegaban las fuerzas, era a hojear una Biblia agónica, que escondía  tras un  hueco y un resto de ladrillo.   El gran poeta del simbo