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Mostrando entradas de septiembre, 2019

Humprey Sellers

T iene la boca como pulpa de tomate, ni siquiera fuma.- Dijo el ayudante de dirección, que venía del hospital.- La verdad que es raro en él, no verle con ese palo asomado en los labios. -            Maldita sea.- Refunfuñó el señor Huston, mientras se mesaba su atávica barba.  -            Ni siquiera puede hablar o lo hace muy mermado. -            No me imagino a Humprey si no es con su voz.- Apuró la taza de café que mecía en sus manos candorosas. - Y nos quedan escenas por rodar. No podemos prescindir de ellas, porque si no la película no se entenderá.  -           Bogart no puede aparecer hablando raro. Acuérdese, señor Huston, que Gilbert fue el hazmerreír del cine mudo.- ¿Cómo olvidar esa dolorosa transición que tantas fantasías e ilusiones se llevó por medio? A John Gilbert le corrigieron esa voz por el capricho de un directivo de su productora, y lo mínimo que le chillaron en los nickleodeones, fue julandrón. -            Es que esa voz es la del cinismo y la de

El otro Lorca

C orría el año 1936, y a pesar del baño de sangre en el que se debatía la Península Ibérica, la muerte del poeta suscitó unas marejadas de tinta, como una muestra de la barbarie del bando franquista. Protestas internacionales, que vendieron la causa de una disuelta República, como la causa de las libertades. Sin embargo, aquel vil asesinato escondía en realidad una historia de viejas rencillas entre familias, que sellaron el destino de Federico García Lorca . Hasta un inglés loco, Ian Gibson , se topó con esta historia, que le atrapó para el resto de su vida, sin que llegase a concluir dónde se encuentran realmente enterrados los restos del famoso poeta. O el gran poeta Luis Rosales , al que el semblante se le tornaba circunspecto, y hablaba del terrorífico sinsentido de la desaparición de su amigo. Rosales abrigaba en cada pausa, un tormento   inefable. Hasta aquí una parte del drama conocido, aunque la historia tiene ramificaciones que se han desdeñado. Lorca, uno de los gra

El anillo de Valentino

H ace mucho tiempo había escuchado una historia sobre la muerte de Rodolfo Valentino,  que nos inquietó. Danzaban las luces de las linternas en nuestros rostros por un inoportuno corte de luz que había provocado un huracán, de las decenas que habíamos soportado en Cayo Largo en los últimos años. - Era el ídolo de vuestra abuela, y cuentan que hubo muchos suicidios entre sus admiradoras, tras conocerse su muerte. En los reportajes de la época, unos camisas negras quisieron hacer los honores al féretro, pero los contrarios se opusieron, por lo que se armó una gran trifulca.  El gran Rodolfo Valentino en plena ola de éxito. -           ¿Unos camisas negras, tío? – Pregunté con mis ojos abismados en el miedo más absoluto. El huracán y esos espantajos del pasado, tan presentes en aquella estancia.  -           Sí, de Mussolini, pero no murió de una peritonitis.- Nuestro tío acrecentó el misterio con las cejas arqueadas. – O sí, pero provocado por un anillo.  Cuentan que