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Mostrando entradas de noviembre, 2020

Kerenski, que estás en los cielos.

¿Q uién era aquel tipo sobre el que escupían vituperios llenos de azufre? Unos bultos pasaron por delante de la caja de madera, para persignarse sin mucho convencimiento. Algunas palabras en ruso, que para los profanos sonaban a ronquidos. No en vano, el muerto encarnó como nadie la oportunidad perdida por Rusia para prosperar por el camino de una democracia. El cúmulo de detractores que en contra del personaje, se erigió al cabo de su vida, no fue nada desdeñable. Un ex primer ministro que llevaba una vida que pasaba desapercibida en la comunidad rusa de Estados Unidos, que le odiaba en silencio por muchos motivos, chocaba a los periodistas americanos encargados de escribir la necrológica del político eslavo. Esa era la razón principal de su ostracismo, tantas cuentas pendientes con todas las facciones de su país. Antiguos comunistas, rusos blancos, por supuesto, demócratas. En cuanto pasaban por delante del féretro, en cualquier caso demasiados pocos, sus paisanos bisbiseaban una ora

Los Rosenberg.

T odos dispuestos en fila, con las máscaras que recogíamos raudamente de debajo de los pupitres. Cuando comenzábamos el simulacro, frente al bullicio anterior, resplandecía el sonido de la alarma. Nadie decía ni mu. Ni siquiera Alfred el sabelotodo, que nos explicaba los megatones, y la potencia de la bomba de hidrógeno. - ¡Una pasada! ¡ Castle Bravo ha detonado quince megatones!  - Una vergüenza.- Le reponía en medio de la clase, girando mi busto hacia sus pupitres.- Qué podamos destruir este mundo varios cientos de veces.  - ¿Eres comunista, Julius? - Nada de eso. - Se lo vamos a contar a Mcarthy.- Me rebozaban a coro, él y sus secuaces. El senador Mcarthy había despertado nuestros instintos más ancestrales en una caza de brujas, en la que cualquiera podría ser culpable. Corea era una guerra lejana, aunque estaba latente en un ambiente de miedo, que nos circundaba a todas horas, hasta asfixiarnos en nuestros propios fantasmas.  - Te perdonaremos, Julius. Al fin y al cabo, eres franc

Orlov, un lobo con piel de cordero.

  T enía tanto los dientes como el rostro roídos por el mismo cansancio. Ojos hundidos, tras unos quevedos, y las respuestas llenas de ironía. La entrevista se habría producido en cualquier parte de los Estados Unidos de América. – Si me pasase algo, sabe Stalin, que saldrían muchas verdades a la luz que no le dejarían bien parado. – El aparato que grababa la entrevista, seguía girando mientras resistía la fuerza de una mirada atónita. Stalin podría lanzar miles de cortinas de humo, con las que dar la vuelta a una verdad, por lo que no me resultó difícil imaginarme las risotadas que le provocarían al camarada número uno, la afirmación de Alexander Orlov . El tipo al que me enfrentaba con preguntas como mi único arma, había sido uno de los fontaneros más serviciales y despiadados del NKVD . Hombres que garantizan que el sistema siga a flote, a pesar de sus miles de perversiones y agujeros. Como dijo un historiador occidental, el miedo es el verdadero motor de la historia. Yo creía por e

Lion Feuchtwanger, un fabulador peligroso.

H oy pongámonos el disfraz de un americano de los años cuarenta gracias a la magia del teatro.  Estamos en el centro de la escena, los focos derramando luz sobre nosotros. Podemos sentir el calor y las miradas expectantes de un público, que ni siquiera la pandemia aparta en su ímpetu por gozar de una velada teatral. Madrid desde sus corralas, nunca falla pese a este embate.  Volvamos al escenario. Nuestro traje de tweed, las camisas Brooks brothers que se ajustan como un guante a nuestra fisonomía y un bombín que en lugar cerrado como la Grand Central Terminal de Nueva York de   Guastavino , descansa a un lado del banco en el que nos hemos sentado. Otear las bóvedas  de Guastavino es como creer en el cielo y por supuesto en Dios. No hablamos en el escenario, crece la expectación y es entonces cuando nos ponemos las antiparras y comenzamos a ojear el periódico.   Varian Fry, el gran héroe americano. La Guerra de Europa, como se la conoce entonces, no deja de sorprendernos; Adolf Hitle