Anochece
en la gran ciudad, sumida en dos colores, el blanco y el negro. Acentuada por una estética umbrosa que predomina en toda la cinta, cuando la calle se llena de las peores bestias. Entonces aparece la silueta de Peter
Lorre, el mítico actor vienés que se estrena en una película de gran proyección internacional, y las niñas que siguen jugando a las desapariciones. La inconmensurable sabiduría popular; tañen las vocecitas que recubren de inocencia tan cándido juego, mientras las madres hacendosas las reclaman, desde el rellano de la escalera. Alguien silba los compases En el salón del rey de la montaña. El monstruo que opera en la oscuridad, se lleva a una de ellas, Elsa, la última de tantas víctimas. Cunde una vez más la histeria, de una sociedad inerme ante el monstruo. Cualquiera podría ser culpable. ¡ Hasta usted lector! Seguidamente, un transeúnte amable se convierte en objeto de las sospechas o tu interlocutor, al que le brilla la mirada cuando se sacan los detalles más escabrosos de los crímenes. ¿Quién sabe? Podríamos estar compartiendo mesa y mantel con un depravado, que sabe mantener una fachada de escrupulosa virtud.
El maestro Fritz Lang convierte la historia en un drama en tres actos, como cualquier pieza de teatro clásico. Y elige el sonoro, para intensificar la tragedia, cuando las grandes productoras habían desdeñado la técnica de los Vitaphone (1) . En el primer acto, resalta las desapariciones que asolan a una ciudad, que por las pistas que nos ofrece el director, nos invita a pensar en Berlín (el mapa de la famosa escena nos muestra calles de la urbe alemana, pese a títulos equívocos). En un segundo acto, el vulgo se organiza frente a una policía, que se muestra inoperante en sus pesquisas. Ni una mísera sospecha. Reclutan a los mendigos, por tener las aceras como residencia, con el fin de que colaboren en la persecución del crimen. Lang nos lleva por la intriga con suma maestría. Y para cerrar la tragedia, una vez desvelada la identidad del pederasta asesino, se inicia la caza al hombre.
Y es en sus compases finales, en los que el genio nos lleva a la reflexión, que nos sorprende la cinta por su inmensa modernidad. Son temas que nos abruman, como la justicia. Siempre en discusión: ora la naturaleza de los jurados populares, ora las garantías judiciales, incluso para los delitos más atroces. Acusar sin pruebas o por meros testimonios, resultan temas candentes en cualquier momento. ¿Está la presunción de inocencia en vilo por estos movimientos de masas? El impulso más primitivo nos lleva a expulsar todo el encono y la hiel contra estos justiciables. Cuanto más reprobable sea el delito, más predispuestos parecemos a saltarnos cualquier prevención legal.
No es el caso de Lang, que desde el primer momento deja muestras inequívocas de la culpabilidad del pederasta. Dominados por las emociones, no quieren tregua para un criminal, que asolado por la muchedumbre, confiesa que no puede controlar sus pulsiones de asesino y de pederasta. Con ojos asustadizos, huye del ardor de la masa, que le juzga. Se encoge arrinconado como un animal. Solicita garantías para ser enjuiciado. ¡ Ha abusado y asesinado a nueve niñas! Un abogado le confiesa de la inutilidad de cualquiera de sus reclamaciones. ¿Tiene derecho semejante bestia a un juicio justo?
Desde el Azogue recomendamos encarecidamente como dicen los críticos, su visionado. Por esos dilemas en los que todavía zozobramos en pleno siglo XXI, relativos a la justicia. También porque al contrario de lo que presuponían las Cinco grandes productoras, o intelectuales de la talla de Julio Camba, el sonoro no acabaría con la universalidad del cine. Sino que contribuye a desarrollar las grandes vicisitudes del ser humano, y a ser un vehículo de entretenimiento de primera magnitud. En Hollywood recogieron el guante lanzado desde una Europa, que volvía a ser vanguardia del Séptimo Arte, y en lugar de confinar el sonido a documentales, en los que los testimonios orales cobraban gran fuerza, en la Meca del celuloide se percataron gracias a películas como M, que se intensificarían todas las emociones por las que es grande el cine. Y por último, esta película no sólo no ha perdido vigencia, sino que nos conmueve hasta lo más hondo. Un thriller con un ritmo que para sí quisieran los grandes maestros del género moderno. Escuchar en El salón del rey de la montaña, nos pone los pelos como escarpias. El debut del venerado Lorre no pudo ser más acertado, y la primera incursión de Lang en el sonoro, toda una obra maestra.
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El gran Peter Lorre. |
El maestro Fritz Lang convierte la historia en un drama en tres actos, como cualquier pieza de teatro clásico. Y elige el sonoro, para intensificar la tragedia, cuando las grandes productoras habían desdeñado la técnica de los Vitaphone (1) . En el primer acto, resalta las desapariciones que asolan a una ciudad, que por las pistas que nos ofrece el director, nos invita a pensar en Berlín (el mapa de la famosa escena nos muestra calles de la urbe alemana, pese a títulos equívocos). En un segundo acto, el vulgo se organiza frente a una policía, que se muestra inoperante en sus pesquisas. Ni una mísera sospecha. Reclutan a los mendigos, por tener las aceras como residencia, con el fin de que colaboren en la persecución del crimen. Lang nos lleva por la intriga con suma maestría. Y para cerrar la tragedia, una vez desvelada la identidad del pederasta asesino, se inicia la caza al hombre.
Y es en sus compases finales, en los que el genio nos lleva a la reflexión, que nos sorprende la cinta por su inmensa modernidad. Son temas que nos abruman, como la justicia. Siempre en discusión: ora la naturaleza de los jurados populares, ora las garantías judiciales, incluso para los delitos más atroces. Acusar sin pruebas o por meros testimonios, resultan temas candentes en cualquier momento. ¿Está la presunción de inocencia en vilo por estos movimientos de masas? El impulso más primitivo nos lleva a expulsar todo el encono y la hiel contra estos justiciables. Cuanto más reprobable sea el delito, más predispuestos parecemos a saltarnos cualquier prevención legal.
No es el caso de Lang, que desde el primer momento deja muestras inequívocas de la culpabilidad del pederasta. Dominados por las emociones, no quieren tregua para un criminal, que asolado por la muchedumbre, confiesa que no puede controlar sus pulsiones de asesino y de pederasta. Con ojos asustadizos, huye del ardor de la masa, que le juzga. Se encoge arrinconado como un animal. Solicita garantías para ser enjuiciado. ¡ Ha abusado y asesinado a nueve niñas! Un abogado le confiesa de la inutilidad de cualquiera de sus reclamaciones. ¿Tiene derecho semejante bestia a un juicio justo?
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El magnífico realizador germano. |
Desde el Azogue recomendamos encarecidamente como dicen los críticos, su visionado. Por esos dilemas en los que todavía zozobramos en pleno siglo XXI, relativos a la justicia. También porque al contrario de lo que presuponían las Cinco grandes productoras, o intelectuales de la talla de Julio Camba, el sonoro no acabaría con la universalidad del cine. Sino que contribuye a desarrollar las grandes vicisitudes del ser humano, y a ser un vehículo de entretenimiento de primera magnitud. En Hollywood recogieron el guante lanzado desde una Europa, que volvía a ser vanguardia del Séptimo Arte, y en lugar de confinar el sonido a documentales, en los que los testimonios orales cobraban gran fuerza, en la Meca del celuloide se percataron gracias a películas como M, que se intensificarían todas las emociones por las que es grande el cine. Y por último, esta película no sólo no ha perdido vigencia, sino que nos conmueve hasta lo más hondo. Un thriller con un ritmo que para sí quisieran los grandes maestros del género moderno. Escuchar en El salón del rey de la montaña, nos pone los pelos como escarpias. El debut del venerado Lorre no pudo ser más acertado, y la primera incursión de Lang en el sonoro, toda una obra maestra.
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