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El papiro de arena.


Una noche con nubes recelosas, moviéndose entre una luna que parecía apocada, allí agazapada en lo alto. ¡Qué miedo! Hasta para un hombretón como el señor  Charles Edwin Wilbour, cincuentón que se salía de la media en altura y que por el perímetro de sus bíceps, espantaba al más osado. Pero aquel paraje resultaba desolador. Se giró con las barbas luengas y canas que le caracterizaron. ¡No había nadie! ¿Le habrían engañado? A pesar de sus recelos, llegó su cita con cara de congoja. Un tal Ahmed Abd el-Rassul, capital en nuestra historia.

Aunque antes de adentrarnos en aquella noche misteriosa, hagamos un pequeño recuento de las peripecias del señor Wilbour.  Desde que su empresa papelera entrase en dificultades, decidió partir para cumplir con algunos de sus sueños, que había pergeñado de bien mozo. Corría el año 1872. Así, en su periplo europeo, contactó con uno de los más notables egiptólogos de su tiempo, Gaston Maspero, al que acompañó en varias expediciones a la tierra de los faraones. De tal forma, que a esas alturas de 1881, podríamos afirmar que nuestro protagonista era un experto en el mercado de antigüedades.  Sin duda, algo le había llamado la atención en los últimos tiempos, porque además de las falsificaciones habituales, circulaban piezas verdaderas en un número extraordinario. ¿Habrían descubierto algún cenotafio importante, que desvalijaban los ladrones de tumbas? 



De Desconocido - Mbzt (2013), CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=30221007
 Amenhotep I, fundador del Valle de los
Reyes para algunos historiadores.

Sus incursiones por la Medina del Cairo, preguntando pacientemente hasta que uno de sus contactos le enseñó el camino. Una pista y un hilo del que tirar. Y allí estaba, en Gurna, un lugar remoto e improbable. Negociaba con su interlocutor en ¡una tumba!- Me dicen que usted paga muy buenas sumas. 
- Así es. Si las cosas merecen la pena, pago y al contado. - Le respondió en un árabe que causó sorpresa en aquel odre repleto de años. Una sonrisa picarona, y asintió con la cabeza. 
- ¿Qué le parece este papiro?
- Es verdadero. 
- Usted sí que sabe.- Un ligero temblor en Ahmed Abd el-Rassul, su extraño anfitrión.- ¿Ha traído el dinero?


De http://www.ulb.ac.be/assoc/aip/galerie_s-z.htm, Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=803661
Charles Edwin Wilbour, el paciente instigador
de esta historia con un estupendo final.

Una semana más tarde, Wilbour se hizo con las vendas de la momia con el nombre de Pinedjem I, rey-sacerdote de la XXI dinastía. No cabía duda de que había dado en la diana, y en la fuente de toda esa cantidad anómala de objetos verdaderos que nutría al mercado negro de antigüedades en fechas recientes. Informó a su amigo Maspero, que decidió poner en antecedentes a las autoridades. La familia Abd el-Rassul estuvo en el ojo de huracán entonces, debido a que su enriquecimiento resultaba más que evidente. Una casa lujosa en Gurna, una población pobre de solemnidad. Sin embargo, ni siquiera la brutalidad de las autoridades otomanas, pudo quebrar una resistencia febril de los Abd el-Rassul. Los europeos no compartían los usos de una violencia desaforada, y cuando aparentemente habían agotado todas las vías del caso, apareció un personaje no esperado. 

-    – Me llamo Mohamed, y soy el hermano mayor de la familia. Quiero decirles que sé dónde se encuentra lo que buscan.- Le aseguró el apesadumbrado beduino, que temía unas represalias mayores y decidió confesar el origen del enriquecimiento familar. Miserias humanas, que como cuentan los historiadores, también aceptó una recompensa y un cargo por su delación. - Se lo prometo, caballero. Escúcheme. Una tumba con cuarenta momias. 
Llegamos a la mañana de 6 de junio de 1881, con un calor que parecía una apisonadora. Aun cuando volaron con la ligereza que producía un dulce presentimiento, el descubrimiento de algo verdaderamente importante. Emile Brugsch, mano derecha de Maspero se abalanzó al pozo y aferrado a una cuerda fue bajando lentamente. Para que no se golpease con las paredes del orificio.  Y dio con el famoso escondrijo de Deir el- Bahari. De rodillas fue descubriendo un mundo lleno de fantasía y objetos. Pinedjem el sumo sacerdote antes mencionado era un alto dignatario. Con una pequeña lámpara de aceite, y reptando como bien le permitía el lugar, se topó por azar con unas inscripciones que casi le causan un desfallecimiento. ¿Estaba soñando? Tutmosis I, Tutmosis II, Tutmosis III, Ramsés I, Seti I Ramsés II, Ramsés III, Ahmosis, el fundador del Imperio Nuevo, Amenhotep I, el creador del Valle de los Reyes, la gran y queridísima reina Ahmose-Nefertari, cuyo sarcófago estaba metido en otro de cuatro metros de altura. La época dorada de Egipto resucitaba gracias a las prevenciones de este Pinedjem, que quiso salvaguardar las momias de tan egregios personajes del pillaje de su lejana época. Y al buen olfato de Charles Edwin Wilbour. 


Fotografía propiedad de Keith Hazell
Por este orificio se deslizó Brugsch para hacer uno de los mayores
descubrimientos arqueológicos dela historia. 



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