U na bala de sauco, que se retrepa en su tripa. El soldado de destino funesto se tumba agotado, y sus retinas unas cornalinas que dejaron de brillar testimonian que al sargento mayor de los Zuavos, se le ha escapado la vida. Lleva la guerrera tinta de sangre, le ha mudado el color, de rozagante a blanquecino. Pero el finado todo lo había aprendido a una velocidad endiablada en sus escasos veintiocho años. Casi premonitorio de un final trágico, desarrolló una carrera pictórica en poca más de ocho años. Para cuando se enroló en el ejército, Frédéric Bazille se había convertido en un maestro, de un movimiento que todavía no había nacido. No en vano, corrió mucho de ese París nocturno y dorado. Perdido en los brazos de mujeres de mal vivir, unas Shivas que no se arredraban por mucho que entonasen las muchachas que Bazille expondrá en el Salón del Louvre, y el implicado lo negase. - Qué digan lo que quieran los nuevos, pero el Louvre siempre seguirá siendo el Louvre.- ...
Un viaje por la historia y la cultura