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Ojos verdes

  "O jos verdes ", la sintonía de la guerra, " verdes como la albahaca,  verdes como el trigo, verdes ", los trémolos de la artista valenciana, luz en las ondas. Doña Concha Piquer cantaba Ojos Verdes (1) con desgarro, su bagaje en la vida había sido demasiado acre, a pesar de haber remontado con creces la miseria de sus orígenes familiares. Así lo acreditaban sus ahorros en el Banco Hispanoamericano. Pero aquellos minutos musicales eran un sonsonete, que acariciaba los diversos frentes de la contienda, pausa al ardor guerrero. Como la S egunda Guerra Mundial tuvo Lili Marleen , que unió a los adversarios, que podría venir de adversidad, en el conflicto español, Ojos verdes fue esa canción común.  Desde esa Sevilla a la que " se había extirpado la hidra bolchevique ", una tregua también para las soflamas de voz aguardentosa de Queipo de Llano .  Concha Piquer en la cúspide de la fama. - La de ayer propasó lo imaginable. - Cuchicheó uno de los técnicos ...

Cuando las vanguardias eran vanguardias

  Primera exposición postimpresionista en Gran Bretaña, 1910.  C uerpos fofos, como desmayados en la hierba. Qué locura de Cézanne , con pinceladas que desgarraban las pupilas. - Ese juego de colores, nunca lo vi en la naturaleza. - Un compañero crítico de arte se compadecía de su colega, el también pintor, Roger Fry . No se lo diría en su cara, pero el ambiente decadente parisino le había sorbido los sesos. Tanta hetaira, vagabundo suelto, con ínfulas de fornicios que no se conciliaban muy bien con la coracha todavía victoriana, con la que se revestía Gran Bretaña. Su amigo le respondía que se  pintaba de dentro hacia afuera, como decía en el folleto de la galería de arte, que regentaba.  Roger Fry, autorretrato. Desde dentro hacia afuera también se vomitaba, publicó uno de los púlpitos de papel a propósito de la muestra de pintura organizada por Fry. El periódico además aludía al crítico más clasicista, Bernard Berenson , para erigir un auto de fe  en con...

El azar ciego

  E l azar ciego representado por una venda, el ruido blanco, tan aleatorio como la vida. Los dos camaradas de francachelas y de ideologías, dispararon el uno contra el otro. En la prensa de los exaltados vertían veneno y tildaron el duelo de una encerrona,   para que saliese malparado Évariste, que pagó con su vida el arrojo que había caracterizado su existencia. En su agonía, había referido que le era tan deshonroso caer por un asunto de faldas, y por una mala pécora. Ahora, que veía las facciones de la parva de cerca, se percataba de su ingenuidad. Quizá el dolor le hubiera abierto los ojos, porque esa bala, se le había alojado en el estómago. La infección era tan acusada, que requirió en su acompañamiento hasta el final, de potentes estupefacientes. Évariste Galois, un genio sin igual. Desde otro púlpito de papel, se informaba más asépticamente, pues desde la Revolución, no había libertad de prensa. Y la Restauración en aras de un bien supremo, que no sabían cuál era, ce...

Los diarios del Conde Ciano.

  U n saco de huesos, con la espalda entera visible en un vestido más propio de una fulana, que de la hija del Duce. Pero  Edda Mussolini , para disimular, se tragaba sus lágrimas. Una mujer hecha y derecha que captaba toda la atención de aquella recepción.  Nadie escuchaba los discursos y sí exploraba los gestos de la protagonista de la comidilla, que mantenía en vilo a media Roma. ¿La viuda habría perdonado a su padre?  Cómo hacerlo, si el círculo más cercano al dictador, arrojaba cubos de inmundicia sobre la esposa afligida. C omo su afición a chupar " las piruletas " de hombres maduros, o a pleitear en  público con un padre atribulado. Después de todo,  Benito Mussolini   no era más que un títere en manos de los alemanes desde que Otto Skorzeny le rescatará en una operación sin precedentes. Fueron ellos los que le habían pedido la cabeza de su yerno, que sabía demasiado y que escribía diarios, como las señoritas. Esos cuadernos se habían convertid...

En las fauces de los lobos de Stalin

  D esde el exterior, le apabullaba a Leopoldo Bravo , la fortaleza del Kremlin y su muralla carmesí. Más que la momia de Lenin , que ante la turbamulta apiñada en su derredor, parecía detener el tiempo.  Pero cómo no palpitar con el ejemplar ajado de John Reed , Los diez días que estremecieron al mundo , que volvió a releer cuando le destinaron a la legación argentina en Moscú.  Aquella mañana se había levantado con un sobresalto.  - Señor embajador, le quiere ver su excelencia, Joseph Stalin . No bromeo.  - Se lo ruego, Albertini, por la concha de su madre. Que no me chupo el huevo. - Le salió el donaire y bravuconería porteña, postergando cualquier equilibrismo diplomático. No quería creérselo, por más que  su empleado  jurase y perjurase . - No estamos para chicanas.  Evita, estrella del peronismo. Minutos más tarde, vestido a trompicones, estaba en su automóvil , un Mercedes negro. Le abría el paso una escolta de motocicletas con la estrell...