Hace
mucho tiempo había escuchado una historia sobre la muerte de Rodolfo Valentino,
que nos inquietó. Danzaban las luces de
las linternas en nuestros rostros por un inoportuno corte de luz que había
provocado un huracán, de las decenas que habíamos soportado en Cayo Largo en
los últimos años. - Era el ídolo de vuestra abuela, y cuentan que hubo muchos
suicidios entre sus admiradoras, tras conocerse su muerte. En los reportajes de
la época, unos camisas negras quisieron hacer los honores al féretro, pero los contrarios se opusieron, por lo que se armó una gran trifulca.
El gran Rodolfo Valentino en plena ola de éxito. |
-
¿Unos camisas negras, tío? – Pregunté con
mis ojos abismados en el miedo más absoluto. El huracán y esos espantajos del pasado, tan presentes en aquella estancia.
-
Sí, de Mussolini, pero no murió de una
peritonitis.- Nuestro tío acrecentó el misterio con las cejas arqueadas. – O sí,
pero provocado por un anillo.
Cuentan que el actor italoamericano se había encaprichado
con un anillo. Paseando por San Francisco, un escaparate le reveló el
significado de su porvenir. Vio el reflejo en las lunas, y el luengo moreno con
los aladares que se mecían en su cabeza, tuvo que pasar a la joyería. Una fuerza
que le conmovió, y dirigió sus pasos al interior de la tienda.
Por
más que le rogase el tendero, Rodolfo Gluglielmo, decidió pagar el montante del
mismo, para llevárselo a su casa. – Hágame caso, ese anillo está maldito. - El
joyero preguntado por los temores que le incitaba la joya, le contó a Rodolfo que
se lo había comprado a un oscuro mercachifle, no más. – ¿No quiere mejor este
reloj, señor?
-
No, me quiero llevar el anillo.
-
Tiene propiedades maléficas, señor.
-
No estoy para tonterías, caballero.-
Una intriga desasosegante crecía en el italiano, pues sentía ese poder que le
dominaba a la vez que ese chalado no quería desprenderse de la alhaja.
El
tendero le advirtió entonces que su cara adquiría un tono verdoso en cuanto se
acercaba a él, por el ánimo de poseerlo. Un día pensó que se lo tragaría para
poder acabar con su influjo. Aunque las gotas de sudor perlasen la frente del
relojero, Valentino sacó un cheque que rubricó para hacerse con la joya. – No
será porque no se lo he advertido, caballero.
-
No se ofenda, pero no creo en esos
fetichismos. Huí de mi pueblo italiano, donde se teme la jettatura. Mi familia estaría perdida por varias generaciones si el
mal de ojo existiese. - Le repuso la estrella de cine. - Sin embargo estamos en
América, y no me creo esas pamemas.
El
hombre viejo rumió de qué conocía a aquel elegante caballero. ¿Sería la muerte?
Hasta que su hija que salió de las penumbras, cuando se hubo ido el cliente, le
aclaró que se trataba de la estrella de cine.
– Douglas Fairbanks y él. Nadie más, padre.
-
¿Es el Rodolfo Valentino que tanto os
gusta?
-
El mismo.
-
No sé cuánto podrá sobrevivir a la
maldición, hija.- Arbitró funesto las palabras.
-
Tampoco creo en esas argucias, padre.
Seremos armenios, pero nada más. Y es una cuestión más mental. Si usted cree
que la joya le dominará o le lleva a un destino siniestro, buscará
inconscientemente su desgracia.
-
¡Qué poco conocimiento el de las
jóvenes generaciones! He visto tantas cosas, hija, que estos ojos cansados dejaron
de ser incrédulos.
-
Paparruchas, padre.
Semanas
más tarde, el actor no quería creer más en su mala suerte. Se alejó del
bullicio angelino, con tal de pasar tiempo a solas con “su nuevo amigo”. Cada vez
más ceniciento, quería quitárselo de su anular, pero la impudicia de tenerlo,
le hacía demorar esa decisión. Hasta que la joya venida de los lugares más
recónditos de Asia menor, le consumió
por completo. Siglos atrás los derviches habían danzado para resistir a su
influjo. Giraban y giraban, muecas de horror, y la pesadilla que se presentaba
en forma de nebulosa, con una joya capaz de atraer todo lo maligno. Lo de la peritonitis había sido entonces un
camelo o quizá fuese una realidad provocada por la influencia de la joya. Otros cuentos que merodearon por la desaparición de la gran figura latina, diferían de la muerte, y resucitaban al gran ídolo, que había vuelto a una Italia que añoraba. La versión del anillo en cambio, se la había contado a mi tío la momia de Braven Dyer, un veterano cronista de los rings, que le había adulado cuando mi familiar tenía todos los
pronunciamientos, para convertirse en un boxeador legendario. El periodista se
le hizo cercano, hasta que vino la guerra.
Respecto
a la muerte del ídolo, un mar de especulaciones, como rezongó mi tío. Los
fascistas atribuyeron la maldición del anillo a un turco, nada de una joyería
antigua de San Francisco. En realidad, se referían a un judío proveniente del
antiguo imperio turco, que se había desvanecido en la Primera Guerra Mundial,
lo que provocó una gran diáspora de armenios, judíos, y todas esas razas que
habían convertido en un gran crisol a la antigua Constantinopla. Según los fascistas, era la forma
de los malditos israelitas de matar al icono de los italianos. Casaban con la
historia de Dyer.
No había escuchado nunca esta narración. Si el de que hay objetos que no son convenientes el poseerlos.
ResponderEliminarMuy curioso. Una historia que da que pensar.
Salut
La verdad que sí, Tot, que hay objetos que desprenden una magia y fascinación, que se apoderan de nuestra voluntad.
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