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El anillo de Valentino


Hace mucho tiempo había escuchado una historia sobre la muerte de Rodolfo Valentino,  que nos inquietó. Danzaban las luces de las linternas en nuestros rostros por un inoportuno corte de luz que había provocado un huracán, de las decenas que habíamos soportado en Cayo Largo en los últimos años. - Era el ídolo de vuestra abuela, y cuentan que hubo muchos suicidios entre sus admiradoras, tras conocerse su muerte. En los reportajes de la época, unos camisas negras quisieron hacer los honores al féretro, pero los contrarios se opusieron, por lo que se armó una gran trifulca. 

De Desconocido - http://www.weirdca.com/index.php?type=25en:Eyes of Youth, Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=401297
El gran Rodolfo Valentino en plena ola de éxito.

-          ¿Unos camisas negras, tío? – Pregunté con mis ojos abismados en el miedo más absoluto. El huracán y esos espantajos del pasado, tan presentes en aquella estancia. 


-          Sí, de Mussolini, pero no murió de una peritonitis.- Nuestro tío acrecentó el misterio con las cejas arqueadas. – O sí, pero provocado por un anillo.

 Cuentan que el actor italoamericano se había encaprichado con un anillo. Paseando por San Francisco, un escaparate le reveló el significado de su porvenir. Vio el reflejo en las lunas, y el luengo moreno con los aladares que se mecían en su cabeza, tuvo que pasar a la joyería. Una fuerza que le conmovió, y dirigió sus pasos al interior de la tienda.

Por más que le rogase el tendero, Rodolfo Gluglielmo, decidió pagar el montante del mismo, para llevárselo a su casa. – Hágame caso, ese anillo está maldito. - El joyero preguntado por los temores que le incitaba la joya, le contó a Rodolfo que se lo había comprado a un oscuro mercachifle, no más. – ¿No quiere mejor este reloj, señor?

-          No, me quiero llevar el anillo.

-          Tiene propiedades maléficas, señor.

-          No estoy para tonterías, caballero.- Una intriga desasosegante crecía en el italiano, pues sentía ese poder que le dominaba a la vez que ese chalado no quería desprenderse de la alhaja.

El tendero le advirtió entonces que su cara adquiría un tono verdoso en cuanto se acercaba a él, por el ánimo de poseerlo. Un día pensó que se lo tragaría para poder acabar con su influjo. Aunque las gotas de sudor perlasen la frente del relojero, Valentino sacó un cheque que rubricó para hacerse con la joya. – No será porque no se lo he advertido, caballero.

-          No se ofenda, pero no creo en esos fetichismos. Huí de mi pueblo italiano, donde se teme la jettatura. Mi familia estaría perdida por varias generaciones si el mal de ojo existiese. - Le repuso la estrella de cine. - Sin embargo estamos en América, y no me creo esas pamemas.

El hombre viejo rumió de qué conocía a aquel elegante caballero. ¿Sería la muerte? Hasta que su hija que salió de las penumbras, cuando se hubo ido el cliente, le aclaró que se trataba de la estrella de cine.  – Douglas Fairbanks y él. Nadie más, padre.

-          ¿Es el Rodolfo Valentino que tanto os gusta?

-          El mismo.

-          No sé cuánto podrá sobrevivir a la maldición, hija.- Arbitró funesto las palabras.

-          Tampoco creo en esas argucias, padre. Seremos armenios, pero nada más. Y es una cuestión más mental. Si usted cree que la joya le dominará o le lleva a un destino siniestro, buscará inconscientemente su desgracia.

-          ¡Qué poco conocimiento el de las jóvenes generaciones! He visto tantas cosas, hija, que estos ojos cansados dejaron de ser incrédulos.

-          Paparruchas, padre.

Semanas más tarde, el actor no quería creer más en su mala suerte. Se alejó del bullicio angelino, con tal de pasar tiempo a solas con “su nuevo amigo”.  Cada vez más ceniciento, quería quitárselo de su anular, pero la impudicia de tenerlo, le hacía demorar esa decisión. Hasta que la joya venida de los lugares más recónditos de Asia menor,  le consumió por completo. Siglos atrás los derviches habían danzado para resistir a su influjo. Giraban y giraban, muecas de horror, y la pesadilla que se presentaba en forma de nebulosa, con una joya capaz de atraer todo lo maligno.  Lo de la peritonitis había sido entonces un camelo o quizá fuese una realidad provocada por la influencia de la joya.  Otros cuentos que merodearon por la desaparición de la gran figura latina, diferían de la muerte, y resucitaban al gran ídolo, que había vuelto a una Italia que añoraba. La versión del anillo en cambio, se la había contado a mi tío la momia de Braven Dyer, un veterano cronista de los rings, que le había adulado cuando mi familiar tenía todos los pronunciamientos, para convertirse en un boxeador legendario. El periodista se le hizo cercano, hasta que vino la guerra.

Respecto a la muerte del ídolo, un mar de especulaciones, como rezongó mi tío. Los fascistas atribuyeron la maldición del anillo a un turco, nada de una joyería antigua de San Francisco. En realidad, se referían a un judío proveniente del antiguo imperio turco, que se había desvanecido en la Primera Guerra Mundial, lo que provocó una gran diáspora de armenios, judíos, y todas esas razas que habían convertido en un gran crisol a la antigua Constantinopla. Según los fascistas,  era la forma de los malditos israelitas de matar al icono de los italianos. Casaban con la historia de Dyer.     




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