Qué este
país, llamémosle como quieran, que hasta para eso tampoco nos ponemos de
acuerdo, siempre ha sido fuente de enconos y de polarizaciones, lo atestigua la historia y asimismo el presente. Llegamos a la capital y la rivalidad futbolística o de cualquier
índole, no permite reconciliaciones entre los
contendientes. Para demostrarlo viajaremos en el tiempo otra vez al maravilloso Barrio de las Letras de la capital de España ¿Quién no perdido en los reverberos de sus callejuelas bulliciosas, se ha imaginado caballero de las letras? Con un jubón blasonado con la Cruz de Santiago, correteamos perdidos hasta que una buena algarabía nos saca de nuestro atolondramiento. Porque Calderón de la Barca estrenaba comedia, y se rumorea que los seguidores de Lope de Vega pueden reventarla con sonoros pitidos y todo tipo de denuestos. Llevan escondidos tomates, una artillería irrefutable si se lanzaba con buena puntería.
Corre en el calendario el llamado Siglo de Oro. Al que le gustaba el teatro de Lope, acusaba de atildado al pretencioso de Calderón, con unas obras que apenas entendía nadie. Metía morcillas culteranas, hablaba de filosofía y la predestinación, aunque sus tramoyas, el casamiento de la acción con la escena, fuesen magistrales. Y viceversa: el vivaracho Lope, con unos versos rastreros, daba lujuria a un vulgo pecaminoso. Por eso gustaba tanto, por una cercanía que llegaba al espectador directamente, sin adobos. El nuevo teatro que cultivó su también epígono, Tirso de Molina, entonaban los calderonianos. Además de una vida disoluta, siguen contando sus pecados, dado que como sabemos, era un mujeriego despreocupado. Lope llegó a tener diecisiete hijos, que sepamos, de las más diversas mujeres. Mas el pueblo le adoraba. Casi todas las casas de la villa tenían junto a su Jesús, la estampa del dramaturgo como si fuese un santo varón ¡ Santo súbito!
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Un inusual y más caballero Lope de Vega. |
Corre en el calendario el llamado Siglo de Oro. Al que le gustaba el teatro de Lope, acusaba de atildado al pretencioso de Calderón, con unas obras que apenas entendía nadie. Metía morcillas culteranas, hablaba de filosofía y la predestinación, aunque sus tramoyas, el casamiento de la acción con la escena, fuesen magistrales. Y viceversa: el vivaracho Lope, con unos versos rastreros, daba lujuria a un vulgo pecaminoso. Por eso gustaba tanto, por una cercanía que llegaba al espectador directamente, sin adobos. El nuevo teatro que cultivó su también epígono, Tirso de Molina, entonaban los calderonianos. Además de una vida disoluta, siguen contando sus pecados, dado que como sabemos, era un mujeriego despreocupado. Lope llegó a tener diecisiete hijos, que sepamos, de las más diversas mujeres. Mas el pueblo le adoraba. Casi todas las casas de la villa tenían junto a su Jesús, la estampa del dramaturgo como si fuese un santo varón ¡ Santo súbito!
Por el contrario, la imagen intachable de Calderón de la Barca tampoco se corresponde con la realidad, pues le pirraban los naipes y se bebió una herencia. Ambos se observaban con cierta antipatía, por esa rivalidad en la distancia. No le gustaba a Calderón que le tildasen de imitador del maestro. Como si sus obras fuesen el eco de Lope, continuadoras de algo que carece de originalidad, con alguna pincelada filosófica, nada más. Esa rivalidad y cierta antipatía, se va a avivar todavía más, debido a un episodio que les abismará en un encono, comparable a la enemistad eterna que de juraron Quevedo y Góngora, y que tratamos en esta entrada.
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Manuscrito del gran Calderón |
Una noche, como cuenta el informe del Marqués de Molins, que hubo de bucear en infinidad de documentos, José Calderón, hermano calavera del dramaturgo fue herido en una reyerta por un tal Villegas, actor de malos pasos y peor vida. Villegas se da por prófugo en una noche madrileña gobernada por la penumbra. Quiere escapar a las represalias de la cuadrilla del hermano de Calderón. Una multitud que vocea en las calles, que parecen grutas por esa oscuridad tan ubicua, clama por la justicia. El huidizo pecador se refugia en el convento de las Trinitarias Descalzas de Madrid, donde oh, casualidad, está enclaustrada la hija más querida de Lope, Sor Marcela (1).
Pues el intérprete, que había taraceado el cuerpo de un miembro del clan Calderón, al cabo de unos minutos, salió del recinto religioso como en una comedia de enredo. Poco después, llegó la comitiva encabezada por el propio dramaturgo, Calderón de la Barca, que exigió con los ojos llenos de unas llamaradas de odio, que les permitieran el paso. " ¡Queremos hacer justicia!" Exclamó achispado por la botella. Aquella partida registró de cabo a rabo el convento sin hallar al fugado. Recelando de las religiosas, les hicieron quitar los hábitos para comprobar que no eran hombres disfrazados de mujeres. El escándalo fue tal - por supuesto no hallaron al delincuente- que un enojado Lope de Vega, clamó porque se hiciese reparación de semejante tropelía. Y claro, las autoridades castigaron el desafuero de los acólitos de Calderón de la Barca. Nació una enemistad profunda entre ambos a raíz de este capítulo tan poco edificante. Qué decir, que el propio Villegas y José Calderón, una vez recuperado de sus heridas, volvieron a hablarse.
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Sor Marcela, abatida, contempla la comitiva fúnebre con los restos
de su padre, el famoso Lope de Vega.
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Y para concluir, recordemos una relación entre padre e hija, Sor Marcela y Don Lope, que rayó con la veneración, el odio y profundos arrepentimientos. La niña, bella entre las bellas, educada por un padre que le brindaba gran parte de su tiempo, como lo rehusaba para el resto de la prole, acabó metiéndose en un convento. Algunos historiadores a los que les encanta el folletín, dicen que a la sensible niña no sólo le impulsó el amor al Altísimo para recluirse. Cuando le descubren las correrías de crápula de su progenitor, la cantidad de hermanos desperdigados, sin que un padre ausente medie por su educación, a Sor Marcela se le ocurre, que Lope de Vega necesita que alguien purgue sus pecados, y quién mejor que su propia hija. Lo quiso con amargura. Rezaba tanto por su alma, que cuando la comitiva mortuoria del venerado autor desfilaba con el féretro, realizó una parada en Las Descalzas Trinitarias, para que la abadesa Marcela se despidiese a través de las rejas de su padre terrenal.
(1) Escribió varias de teatro y grandes poemarios- de casta le viene en este caso a la galga, aunque la obediente Marcelita siguió las instrucciones de su confesor, que le pidió que arrojase buena parte de sus creaciones a la hoguera. Una mujer no se podía permitir esas veleidades propias de hombres, como era el hecho de escribir. Otra casualidad es que su celda daba pared con pared con el tabuco de la hija del grandisimo Cervantes.
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