Salmodiaba en un sesteo infinito, el gran Rafael Alberti a propósito de los vectores que habían inclinado su poesía, y no recelaba como otros autores, de su etapa gongorina. La esplendorosa Generación del 27 había surgido del recuerdo del poeta cordobés, que en nuestros años mozos nos desoló con sus cultismos, hipérbatos y Polifemos, que nos abrumaban. ¿ Alguien se acuerda del Anacreonte, palabra que nos persiguió en nuestras pesadillas más inextricables? El paso del tiempo luego todo lo cura. En el caso del gaditano, no desdeña aquel pasado, pues le ayudaron a recuperar el gusto de las palabras, cultismos, que caerían en desuso en la lengua común, aunque cobraron nuevos aires en sus versos. Esta labor de descubridor de grafemas, ya la mostró posteriormente un ilustre extremeño como Andrés Trapiello, que nos dejó más que enganchados con sus Armas y las letras (1), noqueados. Trapiello afirmaba casi sin resuello - es un conversador profundo y de largas distancias, de ahí que el ripio estuviera a nuestro alcance- que él buscaba palabras que echaba a rodar por las torrenteras de sus páginas, a fin de que los lectores escuchasen su disposición cantarina. Sin embargo, recordando a Don Luis de Góngora, nos viene más a la mente que los tormentosos análisis de texto que nos hizo pasar en Secundaria, sus finanzas casi siempre exangües.
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Góngora es considerado un poeta latino, y en su
época hubo escritores que se dedicaron a interpretar
sus insondables metáforas.
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Antes de que un rayo de sol poderoso le partiera la cabeza en una de las maravillosas callejuelas de su Córdoba natal, intentó mantenerse en la primera línea de las letras, si sus deudas se lo permitían ( le dio al pobre una apoplejía ). Azogado podríamos verle recorrer la pina cuesta de la actual calle de Huertas, el famoso Barrio de las Letras de Madrid. De vez en cuando se topaba con Miguel de Cervantes, que altivo le correspondía con una sonrisa cómplice. La adustez de Don Luis espantaba a sus compañeros de profesión, incluso a Lope de Vega, que tenía don de gentes pero que con Góngora se hacía el escurridizo. No obstante, quién se llevaba la palma de sus animadversiones era el chulesco Francisco Quevedo. Qué tenía talento era ocioso decir que era cierto. - Huelga decirlo, pero es un ser tan pagado de si mismo.- Le concedió Góngora con cajas destempladas a su confesor en alusión a Don Francisco.
- Quizá como no vea tres en un burro.- Le reponía entonces dulcemente el padre, intentando contener la rabia que proyectaba Don Luis contra el escritor cojitranco.- No se pare a saludarle.
- ¡Voto a Dios que le odio!
- ¡Calle, calle, por favor, recompórtese!- Una nube de desesperación nublaba la cólera de Luis de Góngora en medio de la sacristía.
A pesar de que le dominaba su carácter austero, la fealdad del escritor madrileño le espantaba; también cómo le daba al soplete. En una de sus letrillas satíricas que vivían ambos como verdaderas afrentas, le había rebautizado como Francisco Québebo. Había pasado sin embargo tiempo, cuando en Valladolid, la capital de España de entonces, sus riñas se convirtieron en la comidilla de la ciudad. Lo que más le fastidiaba de Québebo, era ese animo jocoso que fluía por debajo de su jubón de terciopelo y que le servía para escarnecer a sus adversarios. Si lo pensaba bien, envidiaba aún más esa capacidad de Don Francisco para rebelarse contra lo que creía que era una injusticia, hasta poner su misma vida en riesgo (2). Todos temieron al bufón y genio de Quevedo, capaz de hacerte un traje con la forma de un soneto. Era mejor no cruzarse en uno de sus devastadores ataques ad hominen. No en vano, con veinte años había perpetrado El Buscón que se debe considerar obra picaresca canónica y una novela total. Sacaba su varita de mago de las letras para encandilar con la verbosidad que le nacía espontáneamente.
- ¡Voto a Dios que le odio!
- ¡Calle, calle, por favor, recompórtese!- Una nube de desesperación nublaba la cólera de Luis de Góngora en medio de la sacristía.
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Asomémonos a la bruma de un Madrid legendario. Esta tarde,
Lope de Vega estrena comedia en el Corral de la Cruz.
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A pesar de que le dominaba su carácter austero, la fealdad del escritor madrileño le espantaba; también cómo le daba al soplete. En una de sus letrillas satíricas que vivían ambos como verdaderas afrentas, le había rebautizado como Francisco Québebo. Había pasado sin embargo tiempo, cuando en Valladolid, la capital de España de entonces, sus riñas se convirtieron en la comidilla de la ciudad. Lo que más le fastidiaba de Québebo, era ese animo jocoso que fluía por debajo de su jubón de terciopelo y que le servía para escarnecer a sus adversarios. Si lo pensaba bien, envidiaba aún más esa capacidad de Don Francisco para rebelarse contra lo que creía que era una injusticia, hasta poner su misma vida en riesgo (2). Todos temieron al bufón y genio de Quevedo, capaz de hacerte un traje con la forma de un soneto. Era mejor no cruzarse en uno de sus devastadores ataques ad hominen. No en vano, con veinte años había perpetrado El Buscón que se debe considerar obra picaresca canónica y una novela total. Sacaba su varita de mago de las letras para encandilar con la verbosidad que le nacía espontáneamente.
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El gran Quevedo, gran genio de nuestras letras,
un adefesio con una facha cuestionable.
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- Siempre ha administrado pésimamente sus dineros.- Afirmó un caballero italiano de porte egregio, llamado Cavalcanti, que venía de su Nápoles natal a probar suerte en la corte de Madrid. Sólo había conseguido pese a su mucha porfía, un puesto de recaudador de impuestos, como su idolatrado Cervantes. Ojalá se encontrase con él, algo muy posible si rondaba por la Plaza de Santa Ana.
- ¿Y tú cómo lo sabes?- Le preguntó un narcisista segoviano de muy buena facha. Rodrigo de Ituero se hizo llamar.- No me creo nada de lo que vayas a contarme, caballero.
- Ven acércate, pues sé mucho más.- Le susurró el resto.- Estaba tan ahogado el casero con las faltas de pago del poeta cordobés, que siempre se presentaba con demoras, que un día vino a tentarlo el diablo, bueno, en realidad un hombre que se tapaba el rostro con una capa.
- ¿No me digas? ¿Quién era?- Había logrado intrigar a su interlocutor, al que le pidió algo más de discreción.
- Ese hombre era Quevedo, que quería comprar las deudas del señor de Góngora.
-Será la casa.
-Pues eso.
-Será la casa.
-Pues eso.
- Ves como te dije que el señor Quevedo no era tan malvado.
- No, mucho peor.- Esbozó una risa triunfadora el caballero Cavalcanti.
- No te inventes las cosas, que te conozco, napolitano.
- Es pura verdad. El bardo madrileño le había comprado la deuda o la casa como tú dices, para desalojar al cordobés.
- Madre de Dios si estás en lo cierto.
- En lo ciertísimo, Rodrigo de Ituero, como que soy un hidalgo napolitano. O que me muera aquí mismo.
Esa es la historia de una rivalidad, y de una maldad que llegó a ser proverbial en un magnífico escritor como Quevedo, del que Don Camilo José Cela dijo que era el más completo escriba de la historia de la literatura en español. Cesar Antonio Molina nos hace viajar a aquellas disputas en este artículo, con mucho encanto literario. Ingenio no les faltaba a sendos creadores, y estaba en concordancia con un carácter redomadamente malvado, más en el caso de Don Francisco. Podríamos hablar de un "lanzamiento" muy literario. No confundir con la publicación de la obra. Les dejamos como corolario a esta desgraciada historia de enemistades pasadas a fuego y letras, esta página con la que recrearse con estas batallas dialécticas.
(1) El más fascinante prontuario que se haya hecho de una estupenda miríada de escritores, sobre los cuales se cernieron las parcas de la Guerra Civil española. En su recorrido apenas se deja casi ninguno en el tintero. En el lado nacional que se decía entonces, hubo plumas excelsas, a los que sus astracanadas en política eclipsó un talento literario innegable y que se ha recuperado para las generaciones presentes. Trapiello hace caso omiso de las etiquetas absurdas de escritor "fascista".
(2). Los escarceos políticos de Quevedo se saldaron con destierros, uno de ellos en el precioso antiguo Convento de San Marcos de León, actualmente Parador nacional
(1) El más fascinante prontuario que se haya hecho de una estupenda miríada de escritores, sobre los cuales se cernieron las parcas de la Guerra Civil española. En su recorrido apenas se deja casi ninguno en el tintero. En el lado nacional que se decía entonces, hubo plumas excelsas, a los que sus astracanadas en política eclipsó un talento literario innegable y que se ha recuperado para las generaciones presentes. Trapiello hace caso omiso de las etiquetas absurdas de escritor "fascista".
(2). Los escarceos políticos de Quevedo se saldaron con destierros, uno de ellos en el precioso antiguo Convento de San Marcos de León, actualmente Parador nacional
Genialmente contada, amigo Sergio, esa conocida rivalidad entre los dos genios, dos grandes animales de la literatura escrita en castellano... Felicidades, amigo, por esa pluma tuya que hoy nos los ofrece casi en gayumbos...
ResponderEliminarUn abrazo.
Muchas gracias, este elogio vale doble por la valía del que me obsequia inmerecidamente. Esta entrada fue como un retorno a mis años de bachillerato, cuando un compañero que llevaba quevedos, precisamente, y pinta de empollón, me recomendó una novela en la que se narraban las cuitas y las disputas de estos dos grandes genios de nuestra literatura.
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