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Nostalgia del futuro




Su voz había fluido acordada mientras acodado en la mesilla de una cafetería a pie de calle, respiraba la albahaca que impregnaba el aire de la villa e impetraba para que volviese a lucir el sol, que de vez en cuando se había agazapado tras las montañas. El lugar guardaba el orden de los suizos y a la vez se orientaba hacia Italia en su vocación gastronómica y cultural. Como balcón recostado en los Alpes, parecía que la eterna aspiración de la villa fuese la de otear la península soñada, y evocar su idioma cantarín que era más propio de tenores y cantantes melódicos. Hasta a Plácido Domingo le habían replicado una romanza mientras deambulaba por las calles de esta ciudad suiza. Por otra parte, acechaban al protagonista de nuestra historia los  resabios de la novela de Thomas Mann, La montaña mágica, y se creyó por unos momentos Hans Castorp, hasta que removió el azúcar con la cuchara. Aunque no estaba en Davos, fortín últimamente de las instituciones económicas multilaterales, el diapasón italosuizo del pueblo era muy del agrado de Leonardo Padura, que retomaba el café con un sorbo lento.


Las mágicas faldas suizas

Más tarde confesó que los helvéticos le producían cierto resquemor, debido a su fama más que ganada  de trato un tanto áspero. Pero había apartado aquellos temores, cuando intentó corajudo profundizar en el oxímoron que encabezaba el festival literario al que le habían invitado y en su insondable misterio : Nostalgia de futuro. ¿Se puede añorar algo que jamás hemos tenido? Sumido en un mar de confusiones, el literato cubano divagó sobre la naturaleza del desconcertante alegato del Festival, en pos del futuro. Suponemos que el filósofo que había definido la vida como un presente perpetuo, no podría estar más reñido con la afirmación de los organizadores del evento. El futuro era desde esta óptica una mera abstracción, si bien, a uno que modestamente no es filósofo de profesión ni tampoco aspira vocacionalmente a ser un  Juan de Mairena, algunos asertos  le provocan hilaridad. Si no existe el futuro, para qué prepararnos y buscar pertrechos para nuestra subsistencia. Mejor sería dejarnos morir aovillados en la esquina más mísera.

Desde luego, no habremos olvidado en esta búsqueda de un sentido al lema literario,  los aforismos que suenan muy pragmáticos al encimar el misterio del tiempo y del futuro, como el del gran político británico Benjamin Disraeli: “Lo que prevemos, raramente ocurre; lo que menos esperamos es lo que sucede generalmente. “ Tiene toda la razón, por mucho que les pese a los pitonisos de hoy (Rappel o Paco Porras) y a las sibilas de antaño. Quizá por aquella escasa capacidad de las sibilas de atinar en sus pronósticos y la corrupción que anidaba en el Oráculo de Delfos, Nerón que odiaba este tipo de supercherías, acabó arrasando con teas el templo del porvenir, que tuvo así un triste epílogo - no había mejor manera de influir en la evolución de un asunto que nos concernía, que invitar a quien podría inclinar la balanza en favor nuestro a consultar a unas sibilas, que harían una pitia o sentencia a nuestro gusto, por un pellizco de dinero. Einstein por el contrario, sonreiría bufonescamente ante semejante bagatela. Ya que nos podemos mover según su teoría por el tejido cósmico del espacio tiempo, reduciría el futuro a un punto candoroso del Universo,  esto es, a una solución simple de su fárrago de ecuaciones.


Pitonisos de antaño y del presente

A pesar de todo,  poco a poco, arrumbado en la gélida terraza y con los flecos solares que le salvan del embotamiento, el escritor cubano va provocando matices que escabullen en su artículo algunas reflexiones que nos parecieron muy interesantes. Es verdad, que nuestro marco de pensamiento difiere del de los cubanos, pero a él se le reveló el oxímoron desde la perspectiva muy sui generis de los isleños. Así cuando el edificio de la Unión Soviética se desmoronó a finales de los años 80 del pasado siglo, la economía de Cuba que era una ficción sostenida gracias a la financiación de los camaradas soviéticos, tuvo su futuro muy comprometido. Sin el sostén del Kremlin, muchos compatriotas de Fidel que creyeron en un mañana sin incertidumbres bajo el paraguas del estado, se toparon de bruces con la cruda realidad. Por días, las noticias de desabastecimiento rodaban como espíritus malignos, que pese a la alegría inveterada de los cubanos, llegó a teñir sus vivencias de aquella época  de un profundo pesimismo.

No hay mal que cien años dure ni cuerpo que no se acabe adaptando, que el isleño tomó como una más  de sus costumbres, aguardar horas eternas en las colas para obtener su anhelada pitanza o el papel higiénico, que como me recordaba Héctor Luis, un amigo cubano, en aquellos tiempos valía más que el papel moneda. Les ahorraré los detalles más escabrosos cuando Héctor Luis me relataba cachazudamente que uno no se puede limpiar con el áspero filamento de los pesos, entrañados con timbres y demás añagazas para la seguridad, que hace de su textura un martirio para las posaderas. Este escatológico inciso, me recordó un episodio similar que contaban los Webb, que viajando en tranvía en Moscú, en los años veinte del pasado siglo, les sorprendió el enojo de un pasajero al que le habían robado unas servilletas en lugar del fajo de billetes que portaba en el otro bolsillo ( suponemos a tenor del relato, cuál sería el destino de las mismas).  

Volvamos no obstante, a un soñoliento Leonardo Padura, que reflexivo daba bocanadas y lanzaba bostezos al aire, como un león enjaulado en aquella terracita a las faldas de los Alpes. Esperaba a que llegase la hora de su ponencia mientras escudriñaba al filamentoso camarero, que le sirvió otro café. No cabe duda, que a aquellos cubanos les habían hurtado un futuro de seguridad y certidumbre, que era palpable, puesto que se había cumplido en el caso de los otros, más ancianos y que acaso murieron en aquel espejismo que sin embargo ante ellos, se mostró como mera realidad. A partir de la caída de la URSS, los compatriotas de Padura tuvieron que buscarse la vida, dado que el peculio estatal, garantizado a pesar de las circunstancias adversas, era tan parvo que apenas cubría las necesidades de unos pocos días. Por las fluctuaciones de la moneda, en un año, su poder adquisitivo  había menguado hasta comprar 15 veces menos productos y servicios (Es lo que me ha referido mi amigo Hector Luis de aquella época) El cubano hubo de acostumbrarse todavía más al mercado negro para los productos más básicos, y a que floreciesen los negocios clandestinos como setas en la asolada isla. De manera encubierta, los muy dignos caribeños tuvieron que arremangarse y buscarse la vida, que en las tiendas no oficiales apenas conoce de remilgos. En semejantes circunstancias lo que nos hubiese resultado extraño, sería no sentir nostalgia de aquel futuro que parecía asegurado antes de 1989. 

Estos porvenires robados a estos protagonistas involuntarios de la historia, me recordaron también a otro período, que  el poeta Paul Valery ilustró en forma de añoranza, y que sintetiza muy bien su frase, que casi siempre sale a colación en estas circunstancias de un destino indómito y repleto de incertidumbre: “El problema de nuestros tiempos es que el futuro ya no es lo que era” Su coetáneo Stefan Zweig cuenta muy bien el vuelco que supuso la Gran Guerra para las mentalidades de la época. Del espíritu naif que todo lo fiaba al progreso incesante del ser humano y a un optimismo enfermizo, la conflagración hizo cundir un pesimismo que intensificaba el dolor por el futuro perdido. Pero no sólo fue una generación convulsionada por la Gran Guerra, sino que el atinado ojo de Zweig, intuyó movimientos bajo la superficie que habían comportado un cambio de mentalidad, incluso de ruptura con la generación de sus padres. Desaparece el comerciante  que como Schliemann, descubridor de Troya, atesoraba a lo largo de una vida un capital con el que siempre financiaba sus inversiones. Casi nunca pedía prestado dinero y el hecho de no recurrir a la financiación ajena, era un signo de su probidad. La obra de Bagehot Lombard Street refleja aquel cambio de mentalidad en los negocios, que iba a prefigurar años antes la Gran Bretaña victoriana y eduardiana.  Veremos como la actuación de la banca de reserva fraccionaria se va extendiendo por el continente, e incluso Bendixen, ilustre economista alemán reclama para su país y sus comerciantes un menor apego al oro. Encuentra el excesivo gusto por el oro, como la exégesis a la crisis de liquidez de numerario que experimentó Alemania de 1901 a 1910.

Por último, no podemos olvidarnos con las reflexiones de Padura,  la jugarreta que la crisis les ha deparado a una generación de jóvenes en nuestro país, que creyeron haber tenido ganado un gran porvenir. Las palmadas en la espalda venían desde muchos lugares e incluso insospechados. De hecho, se les consideraba la generación mejor preparada. Esta rotundidad falsea la verdad, puesto que nuestro país representaba el paradigma de los extremos, una parte de la juventud atesoraba títulos y la otra era la radiografía más lacerante del fracaso escolar. En otro post analizaremos la perspectiva que sobre este problema tenía Ortega y Gasset, nuestro mejor pensador del siglo XX y  que con una clara vocación literaria, llena sus libros de filosofía de vívidas metáforas. 

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