Ir al contenido principal

Entradas

Mostrando entradas de junio, 2024

Los jinetes húngaros del Apocalípsis

  C omo pintor he retratado a las fuerzas vivas de los Estados Unidos, y me he acostumbrado a oír sus chismes. El último, supongo que no sabrían que fuera húngaro, me hizo realmente cosquillas. De un físico nuclear y premio Nobel. - No existían los marcianos o sí, conviven con nosotros. – Les resultábamos  desesperantes a buena parte de la jarca de científicos, que habían encontrado la tierra prometida en América. Gélidos como una roca de hielo, tanto como grotescos. Nuestros aires a la defensiva, no en vano, pertenecíamos a la nación más preterida de la historia. – Cuántos magiares viviendo fuera de su territorio, por culpa de unas decisiones de unos mamarrachos reunidos en la sala de los espejos. – Algunos de mis compatriotas se habían convertido en una comuna errante,  de piel bruna, y esos intensos ojos verdes, repletos de pujos agitanados y veneros ocultos. Qué pensarían de uno, un enigma para sus interlocutores. Dado que portábamos con nosotros una piel con escamas, para que les

El dramaturgo Orton y las mil y una sexualidades.

  C on la cara de enfant terrible, Joe Orton cuidaba su vestimenta, por esos viejos tiempos del College, pero el espíritu burlón que adornaba cualquier mueca del dramaturgo, estaba siempre latente en él. Cuando llegué, clamaba contra el mundo; todo alrededor de su  figura  fascinante , me pareció un caos. No supe, tímido, con mi libreta de anillas y la moderna grabadora, qué espetarle. Me aposté silenciosamente en el quicio, mientras entre el bullicio de la estancia, revoloteaba su representante, siempre predispuesto a frenar su turbidez. Creo que no había reparado en mí.  El genial dramaturgo, que dejó una profunda huella en el teatro inglés.  - Joe, frena esa lengua. No queremos ofender al gran público. Hay que ganárselo poco a poco. - El agente de Orton era un hombre algo vetusto, que le adentró en el mundo editorial, pero que conocía esos ímpetus de su pupilo. A pesar de que Orton se había convertido en un fenómeno, su descaro, esa pinta de niño bien de la Escuela de Edimburgo, al