Herzl, el sultán y su mediador.

 

-No es tan apuesto como dicen tus queridas comadres. ¡Y encima es judío! - Dijo con sorna el joven de aires patrióticos. Enseguida se ajustó el chaqué y se tocó levemente el ala del sombrero para saludar al General Perkins, que pasó por delante del matrimonio Boyle. La pareja todavía atónita, porque  asistieron a una de las famosas conferencias de Theodor Herzl  en el Club de polo de Eastbourne.  Aquellas veladas habían tenido una estupenda acogida en las islas, pues era una forma de hacer mella en los adversarios galos, con los que se disputaban la hegemonía africana. Los recientes incidentes de Fachoda daban alas a  la prensa británica, que se había arrojado sin piedad a roer el hueso del escándalo  Dreyfuss, un falso culpable, que permitía poner en evidencia la arbitrariedad del sistema francés. Aparte de que en los británicos la repulsión hacia los descendientes de Abraham, no fuese tan acentuada como en el continente. 

Herzl, por la época que hablamos.

A continuación, Alfred Boyle reiteró a su mujer que no comprendía la fascinación de las damas inglesas por quien no era al fin y al cabo más que un alemán. No en vano, las damiselas ignoraban las repercusiones de las peticiones de Herzl en el tablero  internacional. - Oriente medio es el corazón del Enfermo de Europa(1). Y nos van a meter judíos alemanes en él, ¿los ingleses no tenemos nada que decir? Serían un Caballo de Troya en aquellas tierras, querida. 

- El señor Herzl no es alemán, es austrohúngaro. - Mildred, su mujer con la cara redonda como la luna le corrigió, cuando esperaban el coche de caballos. 

- ¡Ambos enemigos de la patria! - Le habló, ruborizado por la corrección de su esposa, de la pinza que habían hecho el Canciller Von Bismarck y los acólitos  de Francisco José contra Inglaterra. Éste último mustio desde que asesinaran a su mujer, la famosa Sissi, o su hijo, el Príncipe Rodolfo, que se suicidó en el Pabellón de caza de Mayerling, le precisó Mildred. - Son chismes, Mildred, malditos chismes. 

El desafortunado heredero, el príncipe Rodolfo.

- Pues que no nos juegue ninguna mala pasada la amargura del viejo chocho, Alfred. Las personas son importantes. Él se sentirá solo entre tanta pompa imperial. - El señor y la señora Boyle, una de las familias más acomodadas de la ciudad costera de Hastings en el Condado de Sussex, se subieron al pescante y entraron en el Barouche. Ella habría preferido un moderno automóvil, pero su marido era tradicional hasta en eso, para descartar cualquier comodidad. Una vez sentados, su mujer contraatacó: los judíos después de tanto tiempo, requerían una tierra para sí solos. Únicamente repasando los pogromos más recientes en Europa, recordados por aquel judío de figura imponente, encontraba razones suficientes. Si no llovía, subían los intereses y los impuestos, o escaseaba la cosecha, se ponía en la diana a los infelices hebreos en cualquier lugar de Europa, por recóndito que fuera. 

- ¿No sabes las consecuencias de entregar esa tierra, Mildred? - El señor Boyle con su sombrero de copa entre las manos, y sus ojos azules brillantes de la rabia, pues no soportaba que su mujer le compitiera en sabiduría, se precipitó a exponer sus razones. Por aquella época se habían desvelado los planes secretos de Alemania, para construir el ferrocarril Berlín-Bagdad- Basora. Y por ende, la prensa atizaba la pusilanimidad del ejecutivo británico, mientras añoraba la mano férrea del anterior gobierno de William Gladstone. Los judíos no solamente jugaban la carta inglesa, sino que tenían varias barajas. 

La línea de la discordia, finalmente se hizo. 

Y buena parte del destino se había decidido en una alcoba de un hotel de Jerusalén. Corría el año 1898, y Herzl había viajado a Palestina, en un travesía en barco que se haría famosa. Era verdad que tenía una apostura, que enloqueció a las gentiles europeas, sumadas a su causa por el verbo del judío húngaro. Esos bigotes luengos y la barba fosca, más su elocuencia fueron instrumentos para la propaganda del sionismo. En aquella mañana que acontecerían grandes cosas, se asomó al alfeizar: afuera, el bullicio de la comunidad árabe, con olores que le embriagaban y esa afición inveterada por el regateo . Como la ocasión lo merecía, ensayó durante toda la mañana delante de un espejo. El señor Herzl buscaba su mejor perfil, para repetir frases hechas, nada de improvisación, porque la categoría del personaje lo demandaba, y sobre todo, quería venderle al interfecto el plan de una emigración a la tierra sagrada de Palestina, de la que habían sido expulsados en la época romana por levantiscos. 

La destrucción de Jerusalén por parte del emperador Tito, solamente había sido un primer aperitivo de lo que acaecería después. Durante cuatro siglos fueron especialmente perseguidos a lo largo y ancho del Imperio Romano. En la charla, Herzl había resaltado la tradición de las Diez tribus perdidas de las Doce originarias, que iniciaron una diáspora en el siglo VIII a. C.  por el hostigamiento de Sargón II, el monarca asirio. Todas las diásporas, la de Sargón, la romana  se reunirían en Palestina, como preludio a la llegada de un nuevo Mesías. Claro que el húngaro artero, les hurtó el detalle del nuevo Mesías, en atención a su audiencia cristiana, sin embargo, resaltó los lazos que les unieron antaño. Cuando los otomanos se apoderaron de Constantinopla (1453 d. C.),  los Cruzados quisieron aunar fuerzas  con el mítico Preste Juan, y con los judíos de las Diez tribus perdidas,  pero nadie encontró a ambos, personajes de la mitología más que reales.  En el carruaje, la resaca de todas estas razones esgrimidas por Herzl. Las conversaciones del matrimonio Boyle, lógico en casi tres horas de camino a Hastings, tuvieron altibajos. No se aminoró en cambio el entusiasmo de Boyle, el pelo rojo parecía una llama en la oscuridad del Barouche, ni su vaivén le incomodaba.

Gladstone, el firme primer ministro británico.

- Déjame que te termine de contar, Mildred, qué fue a hacer "vuestro amigo" a Jerusalén. 

Los nervios consumían a Herzl en aquel hotel de Jerusalén. En unos minutos, tenía comprometida una audiencia con el Káiser Guillermo II, que se haría sobre la marcha debido a la apretada agenda del emperador. Cabe decir, que los alemanes cada vez  tenían más ascendencia sobre el sultán turco Abdul Hamid II, de cuyo permiso requerían los sionistas, para asentarse en Palestina. Se habían encontrado anteriormente en Estambul y tuvo que soportar comentarios que supuso hostiles del Káiser. Aunque sorprendentemente halló mucha receptividad por parte del sultán, que no nos engañemos, tampoco haría nada sin consultar a Guillermo II. Por supuesto, a los turcos no les venía mal que la laboriosidad judía y principalmente el dinero de los futuros Moses Montefiore, convirtiera aquel secarral en terreno productivo. De paso frenarían el nacionalismo árabe. La política internacional era el arte de los posibles, del divide y vencerás. - Todos hacen sus cálculos, Mildred. - El sombrero le bailaba entre los muslos al señor Boyle por el gozo y la emoción de sentirse escuchado y no replicado por su santa esposa.

Por fin, de una nube de humo, surgió la comitiva de automóviles del Káiser, que aficionado al motor, llegó raudo al punto de encuentro acordado. - ¿Qué quiere? dese prisa, por favor, señor Herzl. 

Retrato de Abdul Hamid II, sultán otomano.

Cómo que dinero no le iba a pedir para esa causa, ya que no les faltaban benefactores judíos que controlaban la economía y las finanzas mundiales(2). - Si acaso se lo pediría yo a ustedes. - Nuevamente la sorna de aquel mequetrefe, por muy monarca que fuese. ¡Tan voluble! Ora el veneno se le inyectaba en unos ojos inmensamente azules y ese brazo corto de nacimiento, de tullido que te podía acarrear un desaire del emperador alemán, si alguien amagaba con ayudarle. Ora nuevos chascarrillos sobre la cicatería de los Rothschild y la internacional del judío, que Herzl soportó con estoicismo. Hacía bien, dado que con aquella reunión informal en Jerusalén, recabó el apoyo de la poderosa Alemania hacia su proyecto. Las razones eran evidentes, metían una comunidad de judíos alemanes en Levante(3)  y con la excusa de su protectorado, podrían influir en las políticas de la región. Una piedra más de toque para ese proyecto que alcanzaría su cénit en el tren Berlín - Bagdad. Y además, rebajaba las presiones antisemitas en el interior de Alemania, que arreciaban en cada ocasión con más frecuencia. Se habían convertido en las excusas de todos los males, si emigraban unos cuantos, quizá se redujeran los ánimos muy soliviantados en los últimos años. No obstante, las cábalas del Káiser nunca tuvieron en consideración la descapitalización humana que suponían las políticas antisemitas. 

El judío internacional que ansiaba el mundo en una caricatura francesa de la época.

Como corolario, digamos que el sionismo no siempre fue bien acogido  por los correligionarios de Herzl. En cierto modo, algunos acaudalados hermanos de fe como parte de los Rathenau en Alemania, o aquel inmensamente rico indio judío, protestaron contra el sionismo, porque malbarataba tantos años de esfuerzo y de acercamientos para ser aceptados como nacionales en sus respectivos países. Se necesitaba un golpe de realidad, como la Segunda Guerra Mundial y la Shoá, para convencer por lo menos a los hebreos europeos, de que no serían aceptados en ninguna parte.

Los Boyle durmieron aquella noche reconciliados. El señor con grado de mayor combatiría en Somme y en otras grandes batallas de la Gran Guerra. Para entonces, no sería tan proclive al patriotismo ciego. 

PD: La inspiración de gran parte de esta entrada, con las variaciones e inventiva propia, está contenida en este libro de la Editorial Debate. La historia de los judíos, de Simón Schama, cuya lectura recomiendo porque nos adentra en muchos aspectos desconocidos de la historia y  de la cultura hebrea. En mi caso, más del pasado remoto. 

 

(1) Hacen referencia a Turquía, cuyo Imperio se sostuvo con infinitas injerencias de las potencias occidentales, porque se quería frenar el expansionismo ruso. Las excusas para la continua intervención de Francia e Inglaterra, fueron las minorías religiosas y étnicas, que habían de proteger. Se entiende entonces que los alemanes vieran con buenos ojos que judíos de su misma nacionalidad se asentasen en Palestina. Guillermo II frenaba las oleadas de antisemitismo en Alemania, con las que simpatizaba, pero económicamente aquellos disturbios resultaban lo menos conveniente para el país, que veía agravada su situación económica. Y por otra parte, movía un peón bajo su influencia a la zona de Levante. 

(2) Con parte de razón, Moses Montefiore había financiado la reconstrucción y renovación de parte de Tel Aviv, en general a la comunidad judía del Levante, que no solamente comprendía Oriente Próximo. También Tesalónica y otros lugares, como la Cirenaica.  Otra cuestión es que controlasen la economía mundial, como pretendía el acervo popular impregnado de un fuerte sentimiento antisemita. 

Moses Montefiore, benefactor judío.