H abía dejado de tener fe. Lisboa sonaba demasiado lejana y muy hermosa, con esas luces que se habían apagado en el Viejo Continente por culpa de los bombardeos. Una Antártida inexistente o el ideal de la Atenas en sus esperanzas. Le hablaban, de vez en cuando le daban palmaditas en un rostro, con aquellas dos oquedades que se refugiaban en ningún horizonte. Unas lágrimas que adornaron el gesto de un auténtico desconsuelo. Sin duda, agradecía esa bonhomía cándida de la acompañante. - Nos tomaremos un café en el A Brasileira, maestro. Ya verá cuando nos sentemos en su terraza. - Brillaron los ojos dulces de la amiga, quizá recreando esa escena de un futuro posible y alentador. - Allí se sentó un Fernando Pessoa . - Los labios de Lisa Fittko musitaron seguidamente uno de los poemas del vate luso.¡P obre vieja música! El A Brazileira, café mítico donde los haya, sueño de exiliados y de errabundos. Aunque quizá al moribundo ya no le emocione ni la música. ¿Qué escuchaba él de...
Un viaje por la historia y la cultura