No podría haberlo soportado más. A mi
cabeza embotada volvían a acometerla las mismas cerdas de un violín imaginario,
que unos trasgos no cesaban de tocar, cuanto más concentración exigiese la
tarea que hacía. Alguna vez girando la cabeza de forma
súbita, creía sorprenderlos corriendo por encima de las
cuerdas. Pero desaparecían; no así las fusas, blancas, negras y
semicorcheas, que volaban en una especie de magia, y que se habían
convertido en mi castigo por un acto repleto de codicia. ¡ Les
contaré! Era aquel violín fruto de mis congojas, que cuando quise
abandonar en medio del campo, y una serenidad cundía en mí, al
pensar que por fin me había desembarazado de él, madre aparecía con el
maldito estuche, para rogarme que cuidase con más primor, cosas tan caras.
O que no ardía al rociarlo con gasolina. Me ponía lívido entonces. ¿Cómo
escapar a su influjo y al del diablo?
Rabiaba
de dolor por una obsesión y un acto, que no me salió impune. El diablo mora
hasta en los detalles más ínfimos, pero se insinuaba de esa guisa, y supe
entonces que en cualquier momento perdería la cordura. Por aquellas fechas,
cuando comenzaron mis desdichas, ensayaba más de doce horas
con el violín Los veinticuatro caprichos de Paganini.
Son por su complejidad como el Everest de todos los violinistas. Me
levantaba con aspecto tan quebradizo, que mi madre me imploraba, que por un día
descansase. Sin embargo, mis yemas exhalaban las que creía serían las notas póstumas y que en realidad había muerto. Muerto en vida.
Como cualquier día, el pocillo de café de achicoria sacaba el último átomo de una soledad voluntaria, por lo que el afán de perfeccionismo revivía en mí. Solamente me apartaba de un ascético propósito de perfección mi clase de violín. Me metía entonces por el dédalo de las callejuelas de Praga, embaucado por sus miles de encantos, y correteaba por el Puente Carlos, invocando el halo protector de todos sus santos. Quería recuperar mi vida y a la vez sentía una atracción enfermiza por mi instrumento. Cuando aún absorto con mis tribulaciones, me topé por casualidad con el profesor de violín, Yehuda Péres De Vries, que iba con paso quedo por el famoso puente. – ¿No teníamos clase ahora, maestro? – Le pregunté desconcertado, señalándole el estuche de mi violín.
Como cualquier día, el pocillo de café de achicoria sacaba el último átomo de una soledad voluntaria, por lo que el afán de perfeccionismo revivía en mí. Solamente me apartaba de un ascético propósito de perfección mi clase de violín. Me metía entonces por el dédalo de las callejuelas de Praga, embaucado por sus miles de encantos, y correteaba por el Puente Carlos, invocando el halo protector de todos sus santos. Quería recuperar mi vida y a la vez sentía una atracción enfermiza por mi instrumento. Cuando aún absorto con mis tribulaciones, me topé por casualidad con el profesor de violín, Yehuda Péres De Vries, que iba con paso quedo por el famoso puente. – ¿No teníamos clase ahora, maestro? – Le pregunté desconcertado, señalándole el estuche de mi violín.
- Quería
darte una sorpresa, Jan, y salí a tu encuentro. No podía esperar más. - Se
viró, para que siguiese su estela por el Barrio Viejo, aunque no nos dirigimos a su estudio. Cuando llegamos a la casa de su padre, el más famoso lutier de
Praga, se puso el dedo índice sobre sus belfos, para suplicarme que no dijese
nada. Huesudo, con la hendidura de la boca apenas remarcada por unos labios
casi inexistentes, me contó que me aguardaba un premio por ser su mejor
alumno. - El mejor que he visto, con tus catorce años, me recuerdas a alguien.-
Y un cendal de misterio ahogó sus palabras. Guardé silencio,
al entrar en la zahúrda donde el padre encolaba un viejo violín. – Padre, éste
es Jan. El mejor alumno que he tenido y que tendré.
- No
diga eso, maestro, que me ruboriza.
Rogamos que para seguir leyendo, se dejen llevar por la música de este video. Cliquen al play
- Es
la verdad, y por eso hemos creído que tiene el derecho por su virtuosismo a
tocar nuestro mejor violín. ¿No, padre? – El viejo odre asintió para de pronto desaparecer y venir con todo un ¡Guarnerius! Uno
de los mejores violines, y dado que nunca había visto uno, un quejido salió de mis labios. Repentinamente había viajado a
Cremona donde Giuseppe Guarnerius del Gesú terminaba de
crear ese ensueño. Un hábil juego de sombras se cernió en aquel instante sobre la habitación. –
Toca, Jan.- Ordenó el maestro y comencé por el Capricho número 5 ¡cómo no! de Paganini.
Así, por primera vez, el padre de Yehuda, Joshua, aplaudió con gran embeleso por su parte.
Yo no había podido escuchar mi propia pieza, por una suerte de encantamiento,
pero Joshua me dijo que por mi maestría, podría tocar cuando
quisiese ese Guarnerius.
Las noches encantadas, juntadas a
otras jornadas más mediocres, se sucedieron. Las imágenes de aquellos días desfilan
todavía con temor en mí. No quería tocar aquel violín que no escuchaba y que dominaba
mis dedos. Los Péres De Vries en cambio, me rogaban que interpretase alguna pieza, hasta que se me acababan las excusas, y me rendía al hechizo de aquel Guarnerius, al que contemplaban tres siglos de fatigas (1742). Con todo, una noticia exterior vino a
alterar toda la burbuja en la que vivíamos. Los Pactos de Munich, los Sudetes,
y luego todo nuestro país pasó a formar parte del III Reich. No en vano, los teletipos de medio mundo ardían por
la celeridad, con la que brotaban los acontecimientos. Unos meses más tarde, me
desbordan los recuerdos, uno de mis compañeros me contó que a los Peres de Vries se los habían llevado en un registro, los malhadados nazis. ¡ Eran judíos sefardíes! Lo confieso, tuve una
especie de pulsión, que al lector se le habrá ocurrido, antes que a mi. Fue lo primero en lo que pensé, más que en el destino de los Peres de Vries. Ese
Guarnerius tenía un valor incalculable. Sabía donde el padre de Yehuda guardaba semejante joya. El lutier de manos como arañas que discurrían por
aquellas cajas, para devolverlas al mejor sonido, trepaban hasta abrir una caja
fuerte en lo alto, donde escondían el Guarnerius. Me llegué a aprender la combinación de memoria por las numerosas veces, que acudí a tocar aquel violín.
Allí me dirigí inmediatamente ungido de miles de voces dejando a mi compañero
Albert, que escarbaba en detalles inútiles de la ocupación. Probé numerosas de combinaciones, para desistir aunque decidí afrontar un último intento. Me vino un haz de inspiración,
que abrió la caja fuerte. Seguidamente, escapé de allí con el objeto de mis desvelos, el Guarnerius, girándome cientos de veces. Una luz
vibrante brillaba en mi interior, quizá la sensación de victoria: podría tocar sólo para
mí aquel violín. Por los sucesos de Varsovia, y por cómo habían acabado amigos
míos judíos, cuyo paradero era desconocido, me convencí que era lo mejor que podría haber hecho. Hacía
tiempo que no interpretaba al genio Paganini, al que decía que me parecía mi
maestro. Fue cuando identifiqué al trasluz las letras grabadas en ocres oscuros en el
interior del Guarnerius: Paganini. Ahí comenzó mi pesadilla, que retorné a
ensayar los caprichos hasta la extenuación. La música vibraba en mi cabeza, no
salía de ella. Me perseguía hasta en las
circunstancias más inverosímiles. Tanto resultó el acecho, que abandoné definitivamente la
práctica del violín.
Entonces fue que tuve que indagar sobre la
vida del genio, con el que mi maestro me comparaba. Me temía que padecía
una especie de posesión. La música seguía sonando en mi mente. Sudaba y ardía en mi interior un insano
presentimiento, que no dejaba de atormentarme. Como aquella vez que el padre de Niccolo Paganini soñó que
el hijo tocaría el violín. Y le encomendó la tarea a uno de los maestros más
afamados de Génova. Con cinco años Niccoló empezó su andadura por el
virtuosismo. En la primera clase, a los cinco minutos, el profesor salió con
gesto preocupado. Como me temía, comenzaba su leyenda, el niño había pactado
con el diablo o era el mismo Ángel caído. - No tengo nada que enseñarle, señor
Paganini. Su hijo sabe tocar el violín como un maestro.- Lo curioso era, que nadie le había
enseñado. Otras biografías más canónicas señalaban que Niccoló había comenzado
a tocar el violín a los siete años. Confundido, me asomé a más detalles de su
vida.
El italiano se había convertido en una especie de anacoreta, ensimismado en su música, que en cuanto
aparecía cautivaba a las masas. Proponía deliciosos juegos musicales, como
quitar tres cuerdas de su violín y emprender melodías complejas, que nadie
habría tocado con una sola cuerda. Tendría unas cerdas finísimas, o
invisibles, pues recuerda que él es el diablo me decía. Le colgaron semejante sambenito, pues nadie sabía cómo realizaba esos trucos maravillosos. El instrumento parecía
querer hablar en sus manos, sonaba con más voces como si tocasen tres o cuatro
violinistas a la vez.¿Cómo lo hacía? Se preguntaba el público. Ese virtuosismo le ganó su fama de demonio. El éxtasis
con el que mediaba en sus funciones, ¿ eran indicios de esa posesión? - Ese violín guarda la voz de mujeres
hermosas desaparecidas.-Insinuaba un espectador.
- ¡Qué el maestro ha atraído a su alcoba!- Completaba otro miembro en medio de la histeria del público, que acudía a sus conciertos.
Por eso, estaba convencido que el espíritu del maestro italiano poseía a aquel violín, y quizá por intercesión del maravilloso instrumento también al que les cuenta la historia. En cualquier caso, me constaba que el Guarnerius de Paganini, bautizado con el nombre de Il Cannone, estaba expuesto en el Museo de Génova, su ciudad natal. No podía ser el mismo. Algo se me escapaba. La música seguía resonando en mi sesera, el malvado Guarnerius, no me abandonaba. Hasta que febril encontré la respuesta. Niccoló Paganini había encargado al constructor francés de violines Jean Baptiste Vuillaume que le hiciera una réplica exacta del Cannone. ¿Querría venderlo el maestro? ¿El que constaba en el museo de Genoa era la copia o un Guarnerius original? La codicia habría hecho pergeñar al genio un ardid para vender la copia y quedarse con su anhelado Guarnerius. Algo me decía que el mío era la copia.
Esas dudas me consumían junto a la incesante música, pasados cincuenta años. Soplaban nuevos vientos, y el muro de Berlín cayó, arrastrando a todos los países de la órbita comunista hacia la democracia. Un camino lleno de asechanzas, y que no obstante, muchos checos estábamos deseosos de emprender. Miles de compatriotas retornaron entonces de su diáspora. Y me enteré que el hijo de mi maestro volvió a la Praga de sus ancestros, para abrir una tienda de lutieres. Como su abuelo. Había vivido hasta aquel día en Tel Aviv. Fui a visitarle con una sorpresa en mis brazos. Le dije que ese Guarnerius pertenecía a la familia, y que lo había guardado hasta su vuelta. Mentira piadosa. Él me repuso que recordaba a su padre, que le había contado que jamás conoció a nadie con mi virtuosismo. También le habló del violín, la posesión más preciada de la familia. - Puede venir a tocarlo cuando quiera, señor Havel.
Esas dudas me consumían junto a la incesante música, pasados cincuenta años. Soplaban nuevos vientos, y el muro de Berlín cayó, arrastrando a todos los países de la órbita comunista hacia la democracia. Un camino lleno de asechanzas, y que no obstante, muchos checos estábamos deseosos de emprender. Miles de compatriotas retornaron entonces de su diáspora. Y me enteré que el hijo de mi maestro volvió a la Praga de sus ancestros, para abrir una tienda de lutieres. Como su abuelo. Había vivido hasta aquel día en Tel Aviv. Fui a visitarle con una sorpresa en mis brazos. Le dije que ese Guarnerius pertenecía a la familia, y que lo había guardado hasta su vuelta. Mentira piadosa. Él me repuso que recordaba a su padre, que le había contado que jamás conoció a nadie con mi virtuosismo. También le habló del violín, la posesión más preciada de la familia. - Puede venir a tocarlo cuando quiera, señor Havel.
- Desde luego. - Le repuse. Como se pueden imaginar no volví a verlo. Había tenido suficiente. Era un tremendo consuelo llevar a mis nietos a un parque, y que no prorrumpiesen las notas de aquel violín en mi cabeza. Por fin puedo vivir días enteros de sosiego. Y por si alguien cree de verdad en los malos espíritus, yo sí que creo en ellos, y los he padecido durante casi toda una vida. Los más racionales dirán que es una manifestación de mi sentimiento de culpa. Pero por si acaso, os propongo que escuchemos este Panis Angelicus para ahuyentar a lo que sea que se adueña de nosotros. Remordimientos, espíritus. ¿Quién sabe? El gran Jaroussky nos vuelve a encantar con su voz. Magnífico. Aunque hasta lo más extraordinario, si se apodera de nosotros, se convierte en una pesadilla.
Creo al que tiene el poder. Él es quien consigue escribir su historia. Por eso cuando estudian historia, siempre deben preguntarse: "¿Cuál es la versión que no me han contado? ¿Qué voz se ha silenciado para que ésta se oyese?" del profesor Yaw Agyekum.
ResponderEliminarAntes de nada decirte que Praga es una de esas ciudades a las que volvería una y otra vez. No necesito pretexto, tiene estilo, carácter y leyenda.
Me parece un ejercicio interesante -una apuesta intelectual- cómo hilvanas tus narraciones, entremezclando el destino de los personajes con los datos históricos. También amplío mi vocabulario. Tu protagonista sirve de excusa para rescatar la microhistoria: Paganini, Guarnerius, Il Cannone, Jean Baptiste Vuillaume...
A mí, no me hubiera importado estar tocada por el embrujo de Paganini.
Un placer, como siempre, leerte.
Un abrazo
Muchas gracias por leerla, Marybel, y sobre todo por comentar. Leerte siempre es un reto para reflexionar, porque abres puertas inesperadas. La cita del comienzo me ha dejado helado, e invita a razonar acerca de un poder poliédrico, que cambia a la sazón de los tiempos.
EliminarLa excusa de este relato, es como dices la fascinación que nos produce siempre la figura de Paganini. ¡Qué maravilloso violinista y compositor, que parecía entrar en trance con cada interpretación! La historia abunda en el tópico de la posesión, pero me sirve para traer al presente al violinista italiano, al que adorna una leyenda fantástica. Así como la de su famoso violín.
Había pensado en un final diferente, en el que Jan hace una copia del Guarnerius como Paganini, que le entrega a la familia judía. Porque el violín con sus trasgos, le ha poseído definitivamente. Para darle un giro todavía más inverosímil a la historia. Al final no es más que un post para traer a Paganini al presente. Uno de los grandes de la historia de mi Italia, donde es venerado por haber tocado el violín y compuesto piezas para este instrumento, "endemoniadamente" bien.