Hendía la luz, lugar tan lúgubre. El poeta abandonado en el camastro,
invocaba extrañas palabras, rezaba versos en una milagrosa plegaria, que le salvase de una muerte cercana. Había viajado a una España que se abismaba en dos bandos, y de pronto, volviendo a París, su salud frágil como el pábilo de una vela, parecía extinguirse. - Pero qué tengo, doctor, dígamelo. No me lo oculte. ¿ Es tan grave como parece? - Y el galeno se giró, lleno de desconcierto, para contemplar al vate de la frente bruñida por el sudor. Sin saber el origen del mal que le aquejaba. Una pesadilla que le había asolado en sus tiempos de estudiante. No saber diagnosticar una enfermedad, que matase a un paciente.
El poema que supondrá un antes y después para la poesía contemporánea
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- No sabría decirle, Don César. Hemos intentado estudiando sus analíticas.- ¿Cómo decirle que su enfermedad era un misterio? Titubeaba. Se limpió los anteojos. - Estamos intentando por todos los medios.- En la cara de César Vallejo, uno de los mayores renovadores de la poesía del siglo XX, un rastro de azoro y de incomprensión. Intentar, ese verbo sonaba a excusa. A esas alturas, un amigo suyo, recurre a quien le quiera escuchar, que César se encuentra en una situación muy delicada. Su empeoramiento ha sido tan rápido, qué teme por su vida. Si alguien pudiese pagarle un buen médico especialista, que supiese las causas de su convalecencia. Cartas van y vienen, pero el enfermo se consume por horas.
El infierno debe ser esa intensa fiebre, él que quiso ser sacerdote hasta que se cruzaron los abigarrados placeres del amor, que iban a dejar en el joven César, la huella y el tópico en sus poemas, el de la amante ausente. María Rosa Sandoval, que quedaba tan lejana, desapareció en su día, dejándolo en la zozobra. Hacía tantos años, pero la muchacha había muerto de tuberculosis, y huyó sabedora de su triste final y con el fin de no causarle dolor . César que no lo sabe tantos años después, se sintió abandonado y todavía sobrevive en él ese miedo, como el de la cárcel o a que le acusen de un delito que no cometió. Se siente culpable, confiesa. ¿Cómo borrar ese estigma? Culpable de clase también, porque le azora esa extraña atracción que ejerce sobre él una confusa burguesía. Capaz de las mayores extravagancias, pero forjadora de la cultura. Vallejo es sin embargo de lo que llama pueblo, de los obreros, y se denota en su poesía preciosista final. En la que la pobreza, cobra una belleza oculta.
Entonces una punzada de dolor le anega el rostro. El dolor siempre había rondado por su cuerpo escuchimizado, siniestro compañero de vida. Cuando su padre había muerto hacía más de una década, enseguida unas fiebres intestinales le postraron y le dejaron exangüe. Para no poder dedicarle un minuto de recuerdo a tan buen hombre. Tanto canto a Dios, que ni el desespero en su más tierno candil, conmueve al demiurgo. Quizá sepa ya, que nadie ni él mismo, le moverá de esa cama. Escribe con su dedos artríticos y la cabeza ladeada, que a veces por popa babea, su famoso poema Piedra negra sobre una piedra blanca. Algunos dicen que premonitorio.
El infierno debe ser esa intensa fiebre, él que quiso ser sacerdote hasta que se cruzaron los abigarrados placeres del amor, que iban a dejar en el joven César, la huella y el tópico en sus poemas, el de la amante ausente. María Rosa Sandoval, que quedaba tan lejana, desapareció en su día, dejándolo en la zozobra. Hacía tantos años, pero la muchacha había muerto de tuberculosis, y huyó sabedora de su triste final y con el fin de no causarle dolor . César que no lo sabe tantos años después, se sintió abandonado y todavía sobrevive en él ese miedo, como el de la cárcel o a que le acusen de un delito que no cometió. Se siente culpable, confiesa. ¿Cómo borrar ese estigma? Culpable de clase también, porque le azora esa extraña atracción que ejerce sobre él una confusa burguesía. Capaz de las mayores extravagancias, pero forjadora de la cultura. Vallejo es sin embargo de lo que llama pueblo, de los obreros, y se denota en su poesía preciosista final. En la que la pobreza, cobra una belleza oculta.
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Don César en su gira europea y con el afán de conocer mundo |
Entonces una punzada de dolor le anega el rostro. El dolor siempre había rondado por su cuerpo escuchimizado, siniestro compañero de vida. Cuando su padre había muerto hacía más de una década, enseguida unas fiebres intestinales le postraron y le dejaron exangüe. Para no poder dedicarle un minuto de recuerdo a tan buen hombre. Tanto canto a Dios, que ni el desespero en su más tierno candil, conmueve al demiurgo. Quizá sepa ya, que nadie ni él mismo, le moverá de esa cama. Escribe con su dedos artríticos y la cabeza ladeada, que a veces por popa babea, su famoso poema Piedra negra sobre una piedra blanca. Algunos dicen que premonitorio.
Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París y no me corro
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.
Jueves será, porque hoy, jueves, que proso
estos versos, los húmeros me he puesto
a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,
con todo mi camino, a verme solo.
Aquietado, le asedian otra vez en el lecho del dolor, miles de imágenes. Cuando cansado de tanta mediocridad, vuela a Europa. Le habían acusado como decíamos, de un falso delito, y al culpable de arrasar la hacienda de unos arrieros, lo despachan unos guardias de camino al juzgado, con una balacera. Sabe que no podrá volver jamás a su amado Perú, es un peligro que denuncie desigualdades, con su pluma que siempre inspiran los ángeles. Soy y eres un rogelio, se dice para sí, como conocían a los izquierdistas por aquella época . En esa España menestral y militar que le desgarra el alma en dos, aunque sus posiciones son de sobra conocidas, escribirá la deliciosa España, aparta de mí ese cáliz. Atrás quedan sus pugnas literarias, el afán de renovar la poesía. Con el gran Vicente Huidobro, que considera pagado de sí mismo, y con el que se disputa el trono del vanguardismo. Altazor o Trilce, alcanzan al final una meta dorada, la de renovar el lenguaje con neologismos, retorcer la sintaxis o en el caso de Vallejo, ensaya con la escritura automática, que no es más que un viaje a los demonios internos de nuestro subconsciente. Se ha consagrado el vate, con nariz de boxeador y rostro indiano, como le define César González Ruano, otro púgil enorme de nuestras letras.
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El poeta y su esposa Georgette, en París. |
Y mientas algunos preferirán Los Heraldos negros de Vallejo, por ser su poesía más primigenia e ingenua, quizá sea mi caso, en el que late todavía el muchacho religioso, o reseñen que Thomas Merton le considera el mayor poeta católico, es decir, universal del siglo XX, habíamos dejado a Vallejo en sus horas más agónicas. Al final nunca morirá, pues vive en nuestras mentes, gracias a su poesía. Pese a lo que digan sus versos más tristes y premonitorios. Consignemos antes que la enfermedad que le mató, fue un rebrote del viejo paludismo que había padecido. Y que no murió en jueves. Por lo demás, el poema lo clavó.
César Vallejo ha muerto, le pegaban
todos sin que él les haga nada;
le daban duro con un palo y duro
también con una soga; son testigos
los días jueves y los huesos húmeros,
la soledad, la lluvia, los caminos...
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