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Las Méliès del triunfo


Les confieso con secreto rubor, que al final llevé mis pesquisas a un lugar por el que había paseado cientos de veces. Es un día emocionante y reconfortante, aunque un éxito, que por mis vergüenzas personales, me cuesta disfrutar plenamente. No en vano, los periodistas somos algo así como detectives, a los que nos mueven otros fines bien diferentes que la persecución de los delitos. Nos interesan unas comisiones, y no las crematísticas, si es que tenemos un ápice de vocación. También los hay, y no pocos, que al olor de los francos, deslizan sus dedos por la Remington como posesos, gracias a esa inspiración monetaria.  


De Léopold-Émile Reutlinger - DALCY_SIP. 947. Photo Reutlinger, Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=31831915
Jeanne d' Alcy, una de las actrices más
importantes del primer cine francés.

Pero les sitúo, si aún siguen leyendo estas líneas. Soy el director de un diario de cine. Esa fantasmagoría, que se ha hecho un lugar en los corazones de todos los espectadores. En sus comienzos no fue un camino sencillo, sin lenguaje narrativo, el engendro enfrentó sus primeras crisis de creatividad.  Con todo, no me adelantaré en mi hallazgo. Era un martes. Cuando se produce el cierre de redacción, nos abismamos en un vacío a medio camino del deber cumplido y de las energías, que nos había robado el artículo. Mi amigo, Jean Perinot, me comentó que había visto por casualidad a una vieja que le sonaba de algo. Azuzado por una malsana curiosidad, persiguió a la dama que de vez en cuando entornaba su cabeza. Hasta que llegaron a la Estación de Montparnasse y vio como se metía en un quiosco. - ¿Y sabes de quién se trataba, León?

- No, Jean, ya sabes que no me gusta jugar a las adivinanzas. 
- Querido amigo, que poco te gusta el drama. 
- Dímelo de una vez, no me dejes con la intriga.- Cabe decir, que estábamos en un fabuloso café, y que dejé abruptamente la cuchara en la taza, para agarrarle las solapas. Casi armo un  cirio. Se me derramó una buena parte del preciado líquido.- Lo ves, esto es lo que pasa. Pero me lo vas a decir de una vez. 
- Sí, a Jeanne d`Alcy
- Dios, no me digas. Quizá ella nos pudiera dar una pista.- Dije abrumado por el peso de una posibilidad, que si bien ínfima, podría conducirme al añorado final. Todos habíamos amado a la Medusa de cabellos brunos, la actriz de los primeros tiempos del cine. Mi objetivo no obstante era otro. 

Llevaba años buscando a los pioneros del cine francés. Esa industria envidia internacional, hasta que la Gran Guerra llenó de miseria Europa, y el cine se tendría que ver postergado. El catálogo Pathé tenía ciertas reminiscencias de aquella época, sin embargo, los americanos habían tomado el relevo. A todos nos fascinaba D. W. Griffith, heredero de la grandiosidad de Ambrosio y sus películas de época. También descubridor de muchos efectos, de una evolución del lenguaje narrativo. Con todo, mis pistas iban por otros derroteros. Hablo de los verdaderos pioneros. De los años, en los que el cinematógrafo no pasaba de ser una máquina milagrosa que reproducía la realidad.  Llegadas de trenes, salidas de obreros de la fábrica. Lo del tren, he de reconocerles que provocaba espanto en la platea. Muchos espectadores se levantaban de sus sillas y huían despavoridos. ¡No fuera a atropellarles el tren! Pero no hay nada peor cuando la novedad deja de ser novedad. Un prodigio sorprendente, qué más, compartiendo protagonismo en las barracas de feria con la mujer barbuda. 

Entonces llegó él. Hijo de unos acaudalados empresarios zapateros, asistió a las primeras exhibiciones de los hermanos Lumière, en el Salon Indien. Por supuesto, les quiso comprar el artefacto. ¿Será verdad la mítica frase de Antoine Lumière? " Amigo mío, deme usted las gracias. El aparato no está a la venta, afortunadamente para usted, pues le llevaría a la ruina. Podrá ser explotado durante un tiempo pero, fuera de esto, no tiene ningún porvenir comercial."  Sabemos que mi cineasta preferido, que se había convertido a esas alturas en mi obsesión, no se dio por vencido y compró un ingenio parecido a Robert William Paul, que se comercializaba en Londres: el bioscopio . Comenzaron las míticas sesiones del Mago de Montreuil en el teatro Robert Houdin. Parecido al ilusionista Harry Houdini. ¿Creen en la magia de las palabras y las casualidades, queridos lectores?


De Georges Méliès - Roger-Viollet, Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=3741590
Las aventuras a la luna, un filme prodigioso
 para la época.

Supongo que sabrán a estas alturas de quién les hablo. En cualquier caso, me centraré en la historia de nuestro protagonista. Y lo que llaman los ingleses serendipia, un descubrimiento casual, permitió a nuestro mago dar un salto en el lenguaje cinematográfico. Se le había quedado atrapada la película, por lo que tuvo que desechar esa parte, y al pegarla, ¡toma ya! Un milagro. La señorita que estaba aquí, ha desaparecido. No hay nadie en el escenario. Comenzó a engañar nuestras ilusiones retinianas, con trucos de magia. Cuando era joven, me fascinaban esas ilusiones, por las que una bella mujer se convertía en humo. Qué haríamos en edad adulta por hacer desaparecer a nuestras mujeres por un tiempo. A veces hablan demasiado.


Siguió desarrollando un nuevo lenguaje, teatral, para que ese invento delicioso evolucionase.  Fueron años turbadores, hasta que el cine entró en una nueva crisis de creatividad. La teatralización francesa decayó frente al realismo italiano de la productora Ambrosio. El potentado del cine italiano exigió a su legión de extras, barbas reales en sus Últimos días de Pompeya. Soplaban nuevos vientos, porque la erótica del cine danés, y su diva, Asta Nielsen, iban a convertir nuestro cine patrio en un arte trasnochado. Nuestro protagonista, que no sabe adaptarse a los nuevos tiempos, gasta dinero en producciones caras, que no atraen al público. Hasta desaparecer de la vida pública sin muchos cuartos. Yo le seguía el rastro, como me había comentado mi amigo el señor Perinot.

Entonces me dejé deslizar como una bailarina de ballet por las plataformas de la estación de Montparnasse. Subí escaleras y me topé con el quiosco que me dijo el señor Perinot. Preso de la excitación, iba a preguntar a la dulce Jeanne por el paradero de su amigo George, cuando apareció un anciano que se movía fatigosamente. - Disculpe señor, si sería tan amable. Querría preguntarle por la señora.- Fue entonces que viajé en el tiempo a través del rostro cansado de mi interlocutor. Una portada de Le Figaro, cuando saboreaba las Mieles del triunfo.- Pero si usted es el famoso director de cine George Mièlés.- Les escamotearé toda la perorata. Tan sólo les diré que el cineasta se había casado con su actriz favorita, Jeanne d'Alcy, y que junto a él, regentaban ese quiosco en el que encontramos al gran Mièlés. Le di las gracias por habernos brindado a los jóvenes de entonces tantas fantasías. El escamoteo de una dama, Fausto y Margarita, La cueva maldita, El proceso Dreyfuss, la asombrosa Viaje a la luna, sus coqueteos con el diablo en la gran pantalla, que creó el género de terror. 


De Magazine Regards - Este archivo procede de la biblioteca digital Gallica, y está disponible en línea con el ID bpt6k7636463f/f2, Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=45713161
El grandísimo cineasta George Mièlés.


Por eso, en El Azogue nos hemos acordado de este gran creador. Y recomendamos dos fuentes de inspiración para esta entrada. La película La invención de Hugo, en la que otro mago como Scorcese rinde homenaje al cineasta francés. Ben Kingsley es nuestro Mièlés. Y por otra parte, la obra magna de Román Gubern, Historia del cine, el mejor prontuario del Séptimo arte, que nos podamos encontrar.  Lo borda, con un lenguaje asequible, nos transporta a los momentos más míticos del cine. Se lo agradecemos doblemente. Por hacernos disfrutar y testimoniar aquellos tiempos, en los que el cine cobró forma. El personaje que relata en carne propia sus experiencias en esta ficción, es el director del Ciné-Journal, Leon Druhot, que fue el que rescató del ostracismo al viejo director como contamos. Corría el año 1925, tiempo de nuestra narración. Más abajo, si tienen tiempo, se pueden entretener con la creación más famosa de Geo Mèliés.





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