Era como viajar en el tiempo y en el espacio. El
fragor de las lunas inventadas y focos que vagaban por un horizonte de cartón
piedra. La Efigie de Giza que parecía sonreír, y que si se le buscaba un
encuadre, agrandaba la presencia en la toma. Desde Intolerancia de Griffith,
cualquier toma con una decena de extras se convertía en una parva presencia en
la pantalla. Cámaras en grúas, que asomaban entre mundos inventados, fueron
desde entonces comunes en los rodajes. Luego estaban los platós, para hacer rodar
los proyectos. California era cara, y sin embargo, los días desperdiciados no
eran tantos como en otros estados. Hubo fiebre de oro como del celuloide, un
invento que al principio se miró con admiración pero no con el interés de una
actividad lúdica.
Más allá, Notre Dame. Aquiles caminaba
pensativo, una sombra arrastrada de sí mismo. Hacía más de siete años que se
había rodado la obra de Víctor Hugo, con la maciza de Mauren O´Hara que se
enamoraba del jorobado Charles Laughton, en el papel de Cuasimodo. Lo único una
voz rotunda, pero casi tan deforme como el personaje, se le abrió la boca con
una sonrisa suspicaz al policía, más que resabiada. El cine lo puede todo. Si ese matrimonio se diese en la vida real, la dulce irlandesa engañaría al actor de belfos encarnados. Y en éstas, el famoso detective, recordó la anécdota de la película, que le había contado ese pozo de sabiduría
cinéfila, el sargento Whitaker, pese a que fuese una obra sonora. La dirigía un director
alemán con un acento en algunas ocasiones difíciles de desentrañar. Sus ayudantes obraban, hasta que el susodicho hacía crecer su enojo y por señas les indicaba qué es lo que quería realmente.
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La bella irlandesa interpretó a Esmeralda. |
Por lo que una mañana cuando llegaron a
rodar más secuencias de Cuasimodo, el elenco de artistas para su sorpresa, se encontró con decenas
de monos, que jugueteaban y remontaban la silueta de la catedral francesa, en
realidad una perfecta reproducción del conocido monumento parisino. Los ayudantes de dirección tenían fama de
hacer milagros como le recordaba su amigo dedicado a esos menesteres, Neil
Stanton.
- - Qué
el director quiere unos dinosaurios más creíbles, pues somos capaces de viajar
al pleistoceno, y traernos un puñetero monstruo en brazos, Aquiles. ¿Te lo
puedes creer, amigo?
El caso es que los primates chillaban y
robaban parte del decorado. Solamente faltaba que ardiese la catedral, esbozó una sonrisa Laughton, cansado a esas horas por el maquillaje que le obligaba a madrugar todos los días. Cuando el director hizo acto de presencia. Creía
estar soñando frente a tanta algarabía, por lo que preguntó qué era lo que
ocurría a su ayudante de dirección.
- ¿De dónde han salido estos primates? ¿De otro estudioorr?
- ¿De dónde han salido estos primates? ¿De otro estudioorr?
- - Le
hemos traído los monos que pidió, señor Witerle. – Se encogió de hombros el compungido
ayudante de dirección, que barruntaba alguna anomalía en la faz de Herr
Witerle.
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Laughton, uno de los mejores actores de la historia del cine. |
- - No,
señor ayudante. Lo que le había pedido eran monjes (monks) no monos (monkeys).
– El director se enrabietó aunque la anécdota tenía su gracia, concluyó el
teniente, que se ruborizó, porque salió de unos hangares toda una turbamulta,
que se encendía los cigarrillos apresuradamente. Disfrazados de romanos,
protestaban por los veinte dólares que pagaban a los extras al día, en la RKO. Legionarios
que habrían avergonzado a Cayo Mario, y que eructaban pompas de cerveza. – Ya
se bebía en Egipto.- Masculló para sí el teniente, que se preguntó qué película
estarían rodando con tanto secretismo, pero enseguida salió un Napoleón de otro
lugar insospechado, una puerta, que le llevó la atención por otros derroteros.
Y si se encontrase el corso con su admirado Julio César. ¿Se pelearían entre
ellos? Faltaba el tercero en discordia, Alejandro Magno, que pondría la paz
entre los grandes hombres. Ese giro temporal, únicamente podría ocurrir en los estudios de la RKO. Sin embargo, le hizo otra pregunta al francés. - ¿Sabe dónde
están las oficinas de la productora, señor Napoleón?
- - Acabo
de salir del campo de batalla. Nos han dado una buena zurra.
- - Lo
siento.
- - Siga
por ahí, y en esa nave, que ve allí.- Sonrió el falso corso.- No se asuste que
no es un platillo volante. En la segunda planta, se encontrará con los amos del
tinglado.
- - Muchas
gracias, espero que los ingleses sean clementes con usted.
- - ¿No
tendría un cigarro, caballero?
- - Sí,
por supuesto.- Y le dio lumbre. Se dijo para sí que no sabía que Napoleón fuese
tan gorrón.
- - Disculpe.-
Pegó una calada Bonaparte, que aireó con súbita desesperación.- ¿ No será usted
del fisco? Qué me la cargo.
- - No,
no soy un inspector del fisco.- Le repuso el teniente con cara alegre para
ganarse su confianza.
- - Son
unas sanguijuelas.- Le agarró del brazo en plena erupción de invectivas contra
la hacienda americana.- No cree que cuando gano dinero, me fríen a impuestos.
Pero ¿y si pierdo? – Otra chupada de desespero al pitillo del regordete
francés.- Le puedo decir que de cada cien pavos que gano, cuarenta se los
llevan ellos, crudetes. Nos tienen fritos. Y que no le acusen de defraudador,
que es peor que un genocidio.
- - Lo
entiendo.
- Espero que encuentre lo que venía buscando, caballero.
Otro día contaremos que oscuro secreto llevó al detective de las estrellas a las oficinas de la RKO. Y si realmente lo encontró, como le deseó el corso. En el mundo, Stalin estaba cerca de lograr su juguetito más preciado, la bomba atómica, y en Europa, recelaban de sus intenciones.
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