Ir al contenido principal

Los monjes de Notre Dame.


Era como viajar en el tiempo y en el espacio. El fragor de las lunas inventadas y focos que vagaban por un horizonte de cartón piedra. La Efigie de Giza que parecía sonreír, y que si se le buscaba un encuadre, agrandaba la presencia en la toma. Desde Intolerancia de Griffith, cualquier toma con una decena de extras se convertía en una parva presencia en la pantalla. Cámaras en grúas, que asomaban entre mundos inventados, fueron desde entonces comunes en los rodajes. Luego estaban los platós, para hacer rodar los proyectos. California era cara, y sin embargo, los días desperdiciados no eran tantos como en otros estados. Hubo fiebre de oro como del celuloide, un invento que al principio se miró con admiración pero no con el interés de una actividad lúdica.

Más allá, Notre Dame. Aquiles caminaba pensativo, una sombra arrastrada de sí mismo. Hacía más de siete años que se había rodado la obra de Víctor Hugo, con la maciza de Mauren O´Hara que se enamoraba del jorobado Charles Laughton, en el papel de Cuasimodo. Lo único una voz rotunda, pero casi tan deforme como el personaje, se le abrió la boca con una sonrisa suspicaz al policía, más que resabiada. El cine lo puede todo. Si ese matrimonio se diese en la vida real, la dulce irlandesa engañaría al actor de belfos encarnados. Y en éstas, el famoso detective,  recordó la anécdota de la película, que le había contado ese pozo de sabiduría cinéfila, el sargento Whitaker, pese a que fuese una obra sonora. La dirigía un director alemán con un acento en algunas ocasiones difíciles de desentrañar. Sus ayudantes obraban, hasta que el susodicho hacía crecer su enojo y por señas les indicaba qué es lo que quería realmente.

De RKO - page 4 The ad runs from pages 3-6.start of RKO multi-page ad., Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=45158279
La bella irlandesa interpretó a Esmeralda. 

Por lo que una mañana cuando llegaron a rodar más secuencias de Cuasimodo, el elenco de artistas para su sorpresa, se encontró con decenas de monos, que jugueteaban y remontaban la silueta de la catedral francesa, en realidad una perfecta reproducción del conocido monumento parisino. Los ayudantes de dirección tenían fama de hacer milagros como le recordaba su amigo dedicado a esos menesteres, Neil Stanton. 
-          - Qué el director quiere unos dinosaurios más creíbles, pues somos capaces de viajar al pleistoceno, y traernos un puñetero monstruo en brazos, Aquiles. ¿Te lo puedes creer, amigo? 
El caso es que los primates chillaban y robaban parte del decorado. Solamente faltaba que ardiese la catedral, esbozó una sonrisa Laughton, cansado a esas horas por el maquillaje que le obligaba a madrugar todos los días. Cuando el director hizo acto de presencia. Creía estar soñando frente a tanta algarabía, por lo que preguntó qué era lo que ocurría a su ayudante de dirección.

    - ¿De dónde han salido estos primates? ¿De otro estudioorr? 
-          - Le hemos traído los monos que pidió, señor Witerle. – Se encogió de hombros el compungido ayudante de dirección, que barruntaba alguna anomalía en la faz de Herr Witerle.

De Tower Magazines, Inc., photographer uncredited but the photograph is by Clarence Bull of MGM - page 33, The New Movie Magazine, December 1934, Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=37462542
Laughton, uno de los mejores actores
de la historia del cine.

-         - No, señor ayudante. Lo que le había pedido eran monjes (monks) no monos (monkeys). – El director se enrabietó aunque la anécdota tenía su gracia, concluyó el teniente, que se ruborizó, porque salió de unos hangares toda una turbamulta, que se encendía los cigarrillos apresuradamente. Disfrazados de romanos, protestaban por los veinte dólares que pagaban a los extras al día, en la RKO. Legionarios que habrían avergonzado a Cayo Mario, y que eructaban pompas de cerveza. – Ya se bebía en Egipto.- Masculló para sí el teniente, que se preguntó qué película estarían rodando con tanto secretismo, pero enseguida salió un Napoleón de otro lugar insospechado, una puerta, que le llevó la atención por otros derroteros. Y si se encontrase el corso con su admirado Julio César. ¿Se pelearían entre ellos? Faltaba el tercero en discordia, Alejandro Magno, que pondría la paz entre los grandes hombres. Ese giro temporal, únicamente podría ocurrir en los estudios de la RKO. Sin embargo, le hizo otra pregunta al francés. - ¿Sabe dónde están las oficinas de la productora, señor Napoleón?
-          - Acabo de salir del campo de batalla. Nos han dado una buena zurra.

-          - Lo siento.
-          - Siga por ahí, y en esa nave, que ve allí.- Sonrió el falso corso.- No se asuste que no es un platillo volante. En la segunda planta, se encontrará con los amos del tinglado.
-          - Muchas gracias, espero que los ingleses sean clementes con usted.
-          - ¿No tendría un cigarro, caballero?
-          - Sí, por supuesto.- Y le dio lumbre. Se dijo para sí que no sabía que Napoleón fuese tan gorrón.
-       -   Disculpe.- Pegó una calada Bonaparte, que aireó con súbita desesperación.- ¿ No será usted del fisco? Qué me la cargo.
-          - No, no soy un inspector del fisco.- Le repuso el teniente con cara alegre para ganarse su confianza.
-          - Son unas sanguijuelas.- Le agarró del brazo en plena erupción de invectivas contra la hacienda americana.- No cree que cuando gano dinero, me fríen a impuestos. Pero ¿y si pierdo? – Otra chupada de desespero al pitillo del regordete francés.- Le puedo decir que de cada cien pavos que gano, cuarenta se los llevan ellos, crudetes.  Nos tienen fritos. Y que no le acusen de defraudador, que es peor que un genocidio.
-         - Lo entiendo. 
- Espero que encuentre lo que venía buscando, caballero. 
Otro día contaremos que oscuro secreto llevó al detective de las estrellas a las oficinas de la RKO.  Y si realmente lo encontró, como le deseó el corso. En el mundo, Stalin estaba cerca de lograr su juguetito más preciado, la bomba atómica, y en Europa, recelaban de sus intenciones. 
-  

Comentarios

Entradas populares de este blog

La Sociedad de la Niebla

C asi en la noche de los tiempos La vuelta al mundo en ochenta días , nos metió los demonios de las prisas y el encanto de viajar por el mundo. De la tierra a la luna , mi preferida, había avanzado más de un siglo la posibilidad de que el hombre hollase nuestro satélite. Muchos científicos se frotan todavía los ojos por lo próximos que estuvieron sus cálculos ¿Cómo lo hizo? Se preguntan sesudos.  Con todo, Julio Verne lucía esquinado en mis anaqueles, cuando Manuel Ontiveros me sacó del amodorramiento. - ¿Nunca te has preguntado por qué se adelantó tanto a su tiempo? - Señaló jubiloso a la parte más arrumbada de mi librería, a los ejemplares de Verne. -           Tenía una imaginación proverbial. -           Podría ser.-   me dijo enigmático Manuel, que parpadeó gozoso porque todavía me tenía enganchado con el misterio sobrevenido.- Pero podría ser por otra cosa. En Veinte mil leguas se adelantó a la invención del submarino ¿ Tampoco te lo has preguntado,

Los comienzos del más grande

E l micrófono valorado en más de un millón de dólares>> secretaba el televisor, que se hacía eco de un reportaje dedicado a un  cantante muy famoso. Nosotros en el duermevela de la siesta, alzamos atraídos por la noticia un párpado, para que se nos revelasen  las formas del instrumento, pero apareció aquel bulto envejecido. Antaño había producido la dicha en millones de sus seguidoras y  tuvo en el hito del Teatro Paramount , una de sus paradas en el camino de la fama. Aquella noche en cambio, el fenómeno iba a actuar en el Santiago Bernabéu . A todos los italianos les brillaba una sonrisa al escuchar su nombre, pues a pesar de los esfuerzos de su madre, una genovesa que según la leyenda renegaba de su orígenes, Frank Sinatra nunca renunció a aquellas amistades de barrio y a otras más comprometidas y menos recomendables ( Salvatore Giancana , mafioso que controlaba el ocio nocturno en varias ciudades, entre otros).    Al fin y al cabo, Frankie era un medio italiano

El anillo de Valentino

H ace mucho tiempo había escuchado una historia sobre la muerte de Rodolfo Valentino,  que nos inquietó. Danzaban las luces de las linternas en nuestros rostros por un inoportuno corte de luz que había provocado un huracán, de las decenas que habíamos soportado en Cayo Largo en los últimos años. - Era el ídolo de vuestra abuela, y cuentan que hubo muchos suicidios entre sus admiradoras, tras conocerse su muerte. En los reportajes de la época, unos camisas negras quisieron hacer los honores al féretro, pero los contrarios se opusieron, por lo que se armó una gran trifulca.  El gran Rodolfo Valentino en plena ola de éxito. -           ¿Unos camisas negras, tío? – Pregunté con mis ojos abismados en el miedo más absoluto. El huracán y esos espantajos del pasado, tan presentes en aquella estancia.  -           Sí, de Mussolini, pero no murió de una peritonitis.- Nuestro tío acrecentó el misterio con las cejas arqueadas. – O sí, pero provocado por un anillo.  Cuentan que