Había
llegado con maleta de cartón prensado y la bisoñé, que le bailaba en la
coronilla por los trémolos de unos vientos tan súbitos, que nos rodearon al
abrir la puerta. Mi madre que regentaba un hostal en la Calle Carretas, le
espió con los ojos rasgados, que le hicieron merecedora de su sobrenombre de la china o Turandot. Yo detrás, que en
mi imaginación soñé con unas notas de un órgano de Bach, agazapado tras los
hombros de la china. - ¿Qué desea, caballero?
-
¿Tiene una habitación libre?
-
Sí, por supuesto. – Contestó mi madre.
-
Pues démela. - Con un visaje salvaje y
furtivo, agachó la cabeza para seguir mi estela a través de los distintos
rellanos. Le ubicamos en la pieza que tenía un retrato de Franco en la pared, con los ojos
de quita y pon, para espiar a nuestros clientes. Nos daba en el fondo mala
espina. Más tarde nos contó que se llamaba Braulio. - Soy un echadora de
cartas(1).
-
Será un echador de cartas. - Saqué mi prurito de aspirante a escritor, pulcro con las letras.
- No, muchacho.- Me pellizcó los mofletes como si fuera un niño.- Para el negocio del esoterismo, es mejor el femenino.- Insistió vehemente, el adivinador.
Poco a poco fue cumpliendo con sus pagos, una excepción en medio de una nube de comerciantes que prometían pagar en el siguiente viaje o de estudiantes de la Central borrachines, que se bebían el presupuesto familiar. A pesar de tener una clientela dudosa y de más rancio abolengo, Braulio era fiel en los pagos, y por tanto era lo que más nos incumbía. Nos picaba no obstante la curiosidad aquel desfile de cupletistas, y señoras de postín, que pasaban por el confesionario de nuestro huésped. Franco, o más bien yo, le espiaba a través de ese retrato del dictador. Me aborrascaban el humor sus triquiñuelas, que en otra parte os contaré. Pero los que verdaderamente me sacaban de quicio, eran los clientes que pagaban quince duros para solucionar sus problemas económicos ( primero ten cuidado a quién se los das, se resabiaba el Franco de la pared, es decir, yo mismo).
Con todo, hubo un día que nos embargó con una de sus actuaciones. Día nevoso, tras la pertinaz sequía, por fin en el año cuarentaisiete comenzaba a llover. Quizá con demasiado empeño. Pues encerrados en el salón, con el infernillo a tope, y todos en torno a la mesa como en aquel comedor de patatas de Van Gogh, una oscuridad que nos comía, dijo que escuchaba la voz de Canalejas.
- ¿ Qué Canalejas? - Preguntó divertida mi madre, aun cuando el echadora de cartas tenía su rictus serio.
- El que fue nuestro Presidente y asesinaron aquí mismo.
Entonces le mudó el rostro a nuestro inquilino, se le retorció el cuerpo como si se riñesen un tropel de gatos en su estómago, para virar su cabeza y con una voz gutural, pedir socorro, que le abran la puerta. Que su malhadado asesino le persigue aún con el revólver. Iba a decir cómo se puede asesinar a un muerto, pero enseguida suenan unos golpes en la puerta. No, es Braulio que ha golpeado por debajo por la mesa. Sin embargo, mi voz se ha convertido en un hilo por la congoja, y me vienen las imágenes del atentado.
El prócer de la patria, hombre cultivado, se asomaba por el escaparate de la Librería San Martín. Qué fascículos más bien encuadernados, se solazaba Canalejas hasta que vino la bala asesina. Por culpa de su inveterada costumbre de prescindir de los guardaespaldas, y un encuentro fortuito, nadie pudo escarbar más en las motivaciones del asesino, que con un mono azul, pasó desapercibido en una urbe menestral. Se puso a sus espaldas, el tal Pardiñas, y le descerrajó unos tiros que acabaron con la vida del Presidente del Consejo de ministros. Seguidamente, el asesino, un anarquista de escasas luces, se suicidó con el mismo arma, aunque no moriría hasta que le trasladasen a las famosas Casas de Socorro. Dicen los testimonios que hubo unos segundos en los que Pardiñas se quedó paralizado, como si estuviese suspendido en un sueño.
La noticia fue creciendo como una ola. ¿ Cómo era posible? Hasta dónde llegaría la desfachatez de los anarquistas que iban a atentar en cualquier lugar y todo el tiempo. Estaba reciente el intento de magnicidio en plena boda real de Alfonso XIII y la cautivadora reina Victoria Eugenia. Un cable eléctrico desvió el artefacto explosivo para expulsarlo hacia la muchedumbre, causando veinticinco muertos y heridos que pasaron del centenar. Volvamos a la calle Carretas y a aquel lejano doce de noviembre de 1912. Se siguen inflando los rumores, muchachos voluntariosos portan el cadáver hasta el Ministerio de Gobernación. Según dicen las crónicas, el reloj famoso de las campanadas de la Puerta del Sol, donde se encontraba por entonces el Ministerio de Gobernación, se quedó helado en las once y cuarto de la mañana. La multitud enseguida comienza a congregarse. Una mole que se bamboleaba mecida por un viento fresco, en busca de respuestas. A grito pelado, brota la indignación: ¡ Bárbaros, asesinos! ¡ Cómo no estaba fichado por la Dirección General de Seguridad! Hasta que llega el Rey, al que se le recibió con una tremenda ovación. Alfonso XIII, con cara de cera, debió jurar en arameo. Después de que se me arregla el asunto de Marruecos, que tantos problemas como la Semana Trágica barcelonesa nos ha traído, me viene este mandoble ¡Cruel destino!
Braulio sigue con su opereta, que ha quedado grabada de forma indeleble en nuestra familia, tras muchos años discurridos. Gimotea, pasaba de ser Pardiñas a nuestro Presidente. "The Oscar goes to" Por eso, cuando se agita una campanilla, o alguien llama a nuestro hostal a horas intempestivas, por un momento el fantasma de Canalejas y su asesino Pardiñas, reaparece en nuestra mentes. Junto a un escalofrío.
PD: Canalejas fue un político que representaba un soplo de aire fresco para el agostado turnismo. Un hombre diferente, cuando habían desaparecido las figuras más conspicuas de aquel sistema político. Trató de llegar a un entente con la mancomunidad catalana, como anticlerical quiso reducir la influencia de la Iglesia en la educación - su lugar lo ocuparía el Estado, y una educación estatista- era un "liberal" decían que se ganó la animadversión de algunos de los sectores más favorecidos, aunque fue precursor de muchas medidas, que favorecieron un mejor entorno de trabajo.
(1) Este diálogo aparece en la gran novela de Camilo José Cela, Tobogán de hambrientos.
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El magnicidio de Canalejas |
Poco a poco fue cumpliendo con sus pagos, una excepción en medio de una nube de comerciantes que prometían pagar en el siguiente viaje o de estudiantes de la Central borrachines, que se bebían el presupuesto familiar. A pesar de tener una clientela dudosa y de más rancio abolengo, Braulio era fiel en los pagos, y por tanto era lo que más nos incumbía. Nos picaba no obstante la curiosidad aquel desfile de cupletistas, y señoras de postín, que pasaban por el confesionario de nuestro huésped. Franco, o más bien yo, le espiaba a través de ese retrato del dictador. Me aborrascaban el humor sus triquiñuelas, que en otra parte os contaré. Pero los que verdaderamente me sacaban de quicio, eran los clientes que pagaban quince duros para solucionar sus problemas económicos ( primero ten cuidado a quién se los das, se resabiaba el Franco de la pared, es decir, yo mismo).
Con todo, hubo un día que nos embargó con una de sus actuaciones. Día nevoso, tras la pertinaz sequía, por fin en el año cuarentaisiete comenzaba a llover. Quizá con demasiado empeño. Pues encerrados en el salón, con el infernillo a tope, y todos en torno a la mesa como en aquel comedor de patatas de Van Gogh, una oscuridad que nos comía, dijo que escuchaba la voz de Canalejas.
- ¿ Qué Canalejas? - Preguntó divertida mi madre, aun cuando el echadora de cartas tenía su rictus serio.
- El que fue nuestro Presidente y asesinaron aquí mismo.
Entonces le mudó el rostro a nuestro inquilino, se le retorció el cuerpo como si se riñesen un tropel de gatos en su estómago, para virar su cabeza y con una voz gutural, pedir socorro, que le abran la puerta. Que su malhadado asesino le persigue aún con el revólver. Iba a decir cómo se puede asesinar a un muerto, pero enseguida suenan unos golpes en la puerta. No, es Braulio que ha golpeado por debajo por la mesa. Sin embargo, mi voz se ha convertido en un hilo por la congoja, y me vienen las imágenes del atentado.
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Manuel Pardiñas, el asesino de Canalejas. |
El prócer de la patria, hombre cultivado, se asomaba por el escaparate de la Librería San Martín. Qué fascículos más bien encuadernados, se solazaba Canalejas hasta que vino la bala asesina. Por culpa de su inveterada costumbre de prescindir de los guardaespaldas, y un encuentro fortuito, nadie pudo escarbar más en las motivaciones del asesino, que con un mono azul, pasó desapercibido en una urbe menestral. Se puso a sus espaldas, el tal Pardiñas, y le descerrajó unos tiros que acabaron con la vida del Presidente del Consejo de ministros. Seguidamente, el asesino, un anarquista de escasas luces, se suicidó con el mismo arma, aunque no moriría hasta que le trasladasen a las famosas Casas de Socorro. Dicen los testimonios que hubo unos segundos en los que Pardiñas se quedó paralizado, como si estuviese suspendido en un sueño.
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Alfonso XIII acudió al velorio de Canalejas
entre aclamaciones y aplausos
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La noticia fue creciendo como una ola. ¿ Cómo era posible? Hasta dónde llegaría la desfachatez de los anarquistas que iban a atentar en cualquier lugar y todo el tiempo. Estaba reciente el intento de magnicidio en plena boda real de Alfonso XIII y la cautivadora reina Victoria Eugenia. Un cable eléctrico desvió el artefacto explosivo para expulsarlo hacia la muchedumbre, causando veinticinco muertos y heridos que pasaron del centenar. Volvamos a la calle Carretas y a aquel lejano doce de noviembre de 1912. Se siguen inflando los rumores, muchachos voluntariosos portan el cadáver hasta el Ministerio de Gobernación. Según dicen las crónicas, el reloj famoso de las campanadas de la Puerta del Sol, donde se encontraba por entonces el Ministerio de Gobernación, se quedó helado en las once y cuarto de la mañana. La multitud enseguida comienza a congregarse. Una mole que se bamboleaba mecida por un viento fresco, en busca de respuestas. A grito pelado, brota la indignación: ¡ Bárbaros, asesinos! ¡ Cómo no estaba fichado por la Dirección General de Seguridad! Hasta que llega el Rey, al que se le recibió con una tremenda ovación. Alfonso XIII, con cara de cera, debió jurar en arameo. Después de que se me arregla el asunto de Marruecos, que tantos problemas como la Semana Trágica barcelonesa nos ha traído, me viene este mandoble ¡Cruel destino!
Braulio sigue con su opereta, que ha quedado grabada de forma indeleble en nuestra familia, tras muchos años discurridos. Gimotea, pasaba de ser Pardiñas a nuestro Presidente. "The Oscar goes to" Por eso, cuando se agita una campanilla, o alguien llama a nuestro hostal a horas intempestivas, por un momento el fantasma de Canalejas y su asesino Pardiñas, reaparece en nuestra mentes. Junto a un escalofrío.
PD: Canalejas fue un político que representaba un soplo de aire fresco para el agostado turnismo. Un hombre diferente, cuando habían desaparecido las figuras más conspicuas de aquel sistema político. Trató de llegar a un entente con la mancomunidad catalana, como anticlerical quiso reducir la influencia de la Iglesia en la educación - su lugar lo ocuparía el Estado, y una educación estatista- era un "liberal" decían que se ganó la animadversión de algunos de los sectores más favorecidos, aunque fue precursor de muchas medidas, que favorecieron un mejor entorno de trabajo.
(1) Este diálogo aparece en la gran novela de Camilo José Cela, Tobogán de hambrientos.
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