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La novia cadáver


 No hay más madera que la que arde, es lo que se le ocurrió al ingenioso Camilo José Cela, según descendía evanescente por la Calle de la Madera. Madrid era por aquel entonces una colmena, una ciudad en guerra, que se moría de frío. Pero ajeno a aquellas consideraciones, regodeó la vista en un prostíbulo qué prometía con un elegante proscenio, escenas amorosas para los más iniciados ¿ No se llamaba la calle de los oficios? Pues el oficio más antiguo no debería faltar. Ni las moralistas anarquistas(1) acabarían con ella, razonó ligero el joven escritor. Como una partida de bandoleras,  las libertarias aparecían por los locales a restituir los justos derechos de la mujer. Por mucho que se disfrazase el lugar de un taller de costura, había tráfico de carne, sin duda. Entonces, las muchachas de pañuelo rojinegro al cuello se encendían más si cualquiera de las prostitutas le reponía que no querían dejar la profesión, que les gustaba.- ¿Como os va a gustar? Os tienen secuestrada la voluntad los explotadores masculinos.

De Desconocido - -wFWxrhmw-zwjw en el Instituto Cultural de Google resolución máxima, Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=21908879
Un pepino, dramático protagonista de nuestra historia.



Bonita discusión, se malició otra vez el risueño gallego, que las presenció pero que nunca soportó la teatralidad que se gastaban las mujeres para captar a unos clientes, que venían a refocilar.  Claro que su perspectiva de la vida había girado radicalmente desde que conoció a una hermosa Tosía (2) Vargas, con la que había quedado en esa misma calle, por la que bajaba nuestro protagonista. Aquella tarde había añorado especialmente la boca de Tosía, su lengua esponjosa, y explorar cualquier reducto que le permitiese la señorita, que por pudorosa, sería más bien de escaso alcance. En esto pensaba cuando se recortó la figura de la aludida rúa abajo. Como los papeles recortados de un Matisse, se dibujaba el andar de la dulce e inmaculada señorita Vargas. 
Cuando un silbido que inundó de repente toda la calle y detuvo el tiempo, se convirtió en los oídos expertos de Cela, en un  presagio triste. Un pepino (obús) de los rebeldes. El horrísono batir sobre la muchacha despedazó a Tosía en la acera, triste ofrenda de los inocentes en el altar de las contiendas (en nuestros tiempos, tiene más éxito el eufemismo de daño colateral). Nos imaginamos entonces al aspirante a escritor, estupefacto con el caprichoso destino, que en cualquier caso no sabe dónde meterse. Su bella Tosia despanzurrada, y hace unos segundos con vida, enarbolando una de sus sonrisas arrebatadoras. Presa de los nervios, lloroso y riendo de histeria, Cela cogió seguidamente el ojo de su amada y se lo guardó en el bolsillo.


De Desconocido - -wFWxrhmw-zwjw en el Instituto Cultural de Google resolución máxima, Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=21908879
La muerte y la vida, en plena batalla. 
Al día siguiente sabemos que acudió al velorio, consoló a la familia de su novia, mientras rumiaba su decisión. Ya que decidió conservar en formol el resto ocular de Tosía, con el fin de que su recuerdo viva  cada vez que sacase el frasco, que por último, escondió en su armario. Fueron pasando los días, durante los que el futuro Nobel se asomaba, para coger una camisa, una corbata, y el ojo de la señorita Vargas fijaba su pupila en el antiguo novio "¿Por que se pondrá su mejor camisa?": pareció preguntarse la pupila, en la que había brillado quizá un ápice de celos ¿Puede amar un ojo? Tembloroso, el plumilla se excusa con aquel miembro de Tosía, con ella misma y el Espíritu Santo ¿Se va a quedar para vestir santos? No sabemos si el testimonio que acusa, o que le venció el miedo al casi siempre bizarro Camilo José Cela, pero lo que contó él en una entrevista, es que en un arrebato tomó la resolución de arrojar al incómodo testigo al fuego. Un suceso propio de una leyenda de Gustavo Adolfo Bécquer. El lector menos desmemoriado recordará La promesa, donde una mano muerta obliga a cumplir lo prometido al amante. Nosotros nos preguntamos si ése fue el caso de Don Camilo, para que el ojo tuviese un brillo tan requisitorio desde el fondo de su guardarropa. Juzguen ustedes mismos.

PD: Como todo mito, hay quien asegura que el frasco de formol con el ojo de la señorita Vargas, se encontraba en la cocina. No pensemos en lo peor.   


De Valeriano Domínguez Bécquer - Museo de Bellas Artes de Sevilla., Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=564455
El genial sevillano nos aterrorizó a veces con
sus leyendas. 


(1) La historia no entra en cuestiones morales ni quiere sumirse en más honduras.  
(2) Tanto nombrar a la desdichada que nos han entrado ganas de toser. Perdonen el humor zafio.

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