La noticia le arrancó una sonrisa al
joven Luis García Berlanga. Qué delante de sus narices, se hubiese desarrollado toda una
tramoya del engaño, le despertó mucha hilaridad. Miró alrededor del Levante mientras leía el recuadro del Heraldo de Madrid ¿ Qué conocía realmente de todos aquellos señores que se decían sus amigos? El joven merodeaba con unos pocos cervantes en el bolsillo por los café- conciertos, donde
orondas canzonetistas elevaban sus voces con enormes gallos, y perpetraban
cuplés, arias de Puccini, o lo que se terciase ¿Serían el antecedente de sus presuntos devaneos con las ninfas de plástico? Luego estaban las tertulias,
más aposentadas, en las que catar algo de ginebra constituía todo un deliquio
para catorriberas, soplistas, que escuchaban embelesados a las pocas figuras
que había dejado una guerra, parteaguas de nuestra cultura. Jacinto Benavente,
para solaz de algunos, todavía escribía comedias en El Gato Negro, ¡cuidado,
crucemos los dedos, todos a cubierto que nos puede traer mala suerte el nombre de antro tan singular! Más que escribir, ya
Premio Nobel, parloteaba de sus experiencias pasadas con su calva reluciente, reconocible a buena distancia.
Cualquier tiempo pasado fue mejor dicen los nostálgicos. Se esgrimía tambien por entonces que la causa de que la concurrencia se arracimase en los cafés, era la búsqueda del calor humano. Calentar una casa o una pieza, costaba más que un corto de leche. Pero para el frío, el del frente de Rusia, masticó Berlanga.
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Estrella antaño del transporte público. |
En cualquier caso, había más espectáculos de otra índole, para aquellos que se podían permitir
pagar las diez pesetas que costaba la copa en el Pasa y paga ( perdón, el
Pasapoga, que el acervo cultural rebautizó como tal). Con orquestas y cantantes de
verdad, no como las voluminosas prime donne de cafetines, que también como
Benavente hablaban de un pasado glorioso, al mismo tiempo que su interlocutor mezclaba en
sus pupilas, aires de pena y de humor zumbón. " La cucaracha, la cucaracha, ya no puede caminar". Si a alguien todavía le sobraban unas cuantas beatas en el bolsillo,
hubo un espectáculo de revista, que en aquellos años de penuria, hacía llorar
gozosos a propios y extraños. Los vieneses (1)trajeron un lujo desconocido por
aquel entonces, y una calidad en la interpretación que hizo soñar con el artisteo
a algunos benjamines, que se convertirían a la postre, en grandes actores y
actrices. Enrique Rambal y Los vieneses jugaban en otra liga, con escenografías costosas.
Pues por aquella torrentera de creatividad navegaba un Berlanga, que guardó en su memoria la historia, que había asombrado a todo el mundo, y en particular, dejó noqueado al que fue el objeto de una trama urdida como un guion de cine. Cuentan las crónicas, que había todo tipo de cafés, desde los literarios, en los que como decíamos, el venero no era el de antaño, otros en los que se debatía del fútbol y de toreros. Entrambos, se hallaba el Levante. Algunas firmas del periodismo, ansiosas por destacar se apostaron en sus elegantes veladores. Y también, había mucho trasiego de negociantes. Tan es así, que una figura, todo un busto de rasgos patricios, siempre con levita y puro en ristre, se aposentaba en la misma mesa, desde la que administraba sus caudales. Parecía el Gobernador del Banco de España, o el Presidente de una República bananera. Curiosamente a la vista de todos ¿ No temería un sablazo? Era un tipo demasiado poderoso, que emergía de largos silencios, con aspavientos cuando un empleado remolón, se demoraba más de lo debido en rendirle cuentas.
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Los cervantes, anhelados tesoros de espíritus pobres.
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- ¿Cuánto hemos recaudado hoy?
- Cinco mil pesetas en lo que llevamos de mes, patrón. -
- No hay forma, más dinero que ayer. - Se quejaba airadamente la egregia figura, cuyo rostro, un odre y las canas, delataban un gran cansancio. - No sé qué hacer
A unas mesas de distancia, escuchaba atento todas esas letanías, un negociante de rostro adusto, castellano de pura cepa. Joven, con energías y que ganaba los duros con prodigalidad pero con conciencia. Se santiguaba cuando contaba las monedas que producía su negocio, pero lo llevaba todo con mucho celo. Al principio se resabió: no era forma de llevar una empresa, enseñarlo todo a la luz de los presentes. Sin embargo, se asombraba con las escandalosas sumas, tanto, que una vez le preguntó al Tótem,. que echaba volutas dóricas de su boca. - ¿A qué se dedica, señor?
- A muchas cosas, quizá a demasiadas.
- Nosotros traemos pieles. Bajamos y subimos pieles.
- Eso suena muy mal.
- Quiero decir, que viajamos de Madrid a Segovia, y viceversa. Pero claro al lado de lo suyo.
- A veces ganar dinero, escúcheme lo que le digo, es un problema. - De pronto, aparece un empleado menudo y algo corcovado. El segoviano peletero lo interpreta como un signo de buena suerte. El hombre de negocios frota el billete de cien pesetas en la chepa de su trabajador- Lo ve, hoy cinco mil quinientas pesetas y no hemos cerrado el mes, que quedan tres días.
- ¿Pero cuál es ese negocio tan boyante?
- El de los tranvías. Hemos comprado un coche. Es verdad que se gana mucho dinero, pero cómo dejar esto. A uno le encantaría jubilarse en su Orihuela natal. Con el monte y el mar al lado. - Un suspiro evocador de la efigie. El dorado polvo del éxito brilla en la piel del millonetis. - Es tentador dejarlo, para qué llevarse uno tanto dinero a la tumba.
- Pues qué le iba a decir. Se puede traspasar el negocio.
- Es muy esclavo, le advierto, no merece la pena. Es verdad que se gana dinero a raudales. Pero míreme, aquí estoy, como clavado a mi asiento ¿Sabe cuánto cuesta la felicidad? Qué le golpee a uno la brisa a uno con su presencia salina. En serio, no se lo recomiendo.
- Soy joven, y si durante un tiempo, gano dinero. Y estoy cansado de mi pueblo, cuando voy de jarana, las persianas se suben y bajan. Hay miles de ojos a mi alrededor. Aquí la farándula- No le confesó que estaba enamorado de una cupletista.
- Insisto, no se lo recomiendo.
- Por favor, por salir de mi pueblo. Y que usted regrese al suyo. Nuestro encuentro parece que estaba predestinado. - La codicia garabatea en su lengua palabras y un discurso más que convicente.
- Insisto, no se lo recomiendo.
- Por favor, por salir de mi pueblo. Y que usted regrese al suyo. Nuestro encuentro parece que estaba predestinado. - La codicia garabatea en su lengua palabras y un discurso más que convicente.
- ¿Aunque cómo le puedo traspasar esto?
- Muy fácil, cuánto recauda al mes.
- Ya lo ha visto, unas cinco mil pesetas limpias.
- Pues si acepta mi propuesta, quince mil pesetas por el tranvía.
- No es mucho dinero, pero mi libertad. - Razona el preboste, que entierra su cabeza entre sus hombros. Le pesa tomar la decisión.- Acepto, aunque.
- Formalicémoslo lo más pronto posible.
- Disculpen, les estaba escuchando hablar, y soy notario. - Un tipo ojeroso y con la chaqueta llena de caspa, intervino en la conversación. Un monóculo, y un terno pasado de moda, fedatario público sin lugar a dudas. - Si quieren, por un módico precio, les puedo redactar el contrato.
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Aquella temporada llegó el ciclón mejicano,
Carlos Arruza
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Unas horas más tarde, con el contrato en sus manos, localiza a su coche 1020. El orgulloso propietario se sube a él, cuando en medio de sus ensoñaciones acerca de qué hacer con el dinero que gane, el revisor le interrumpe.- ¿ Me puede mostrar su billete, señor?
- ¿ Cómo que mi billete? Si soy el propietario del tranvía. - El iluso propietario arrostró un aluvión de miradas compasivas. Qué decía aquel orate, pensó casi todo el pasaje al unísono. Otros venían creyéndose Napoleón.
- Disculpe, señor. Está bromeando. El tranvía es de titularidad pública y no se puede comprar.
Este timo llenó páginas de periódicos amarillistas y de prensa más seria. La picaresca renacía, pero sorprendió por la hondura de unas bambalinas, que rodearon a la producción del Tranvía. Estaban conchabados el potentado, varios empleados, y el notario que apareció oportunamente cual genio de la lámpara. Un Berlanga joven, recién venido de la División Azul, en la que combatió para redimir un estigma familiar, leyó aquella noticia. Qué cobraría vida en el año 1959 en la filmografía del gran cineasta. Se vende un tranvía. Una película de timadores, tan del gusto del realizador y que redactó con el gran Rafael Azcona. Ha habido series como Los ladrones van a la oficina, que se han inspirado en arquetipos de aquellos años de necesidad, en los que el ingenio buscaba las rendijas más irrisorias. Sin ir más lejos, otro ejemplo de aquellos años: Jardiel Poncela escribió Los ladrones somos gente honrada, que bebería de las increíbles simas de la realidad de entonces.
PS: Ha sido fundamental, en la ambientación y sobre todo, en las pinceladas de escarbar datos concretos de la época, la documentación de Mis episodios nacionales de un escritor de la talla de Fernando Vizcaíno Casas. Un viaje delicioso y nostálgico a los años cuarenta del pasado siglo.
(1) Franz Joham, Herta Frankel junto a su perrita-muñeco Marylin, Arthur Kaps y Gustav Re, por citar a algunos miembros del elenco de los vieneses, cautivaron al público español, sobre todo en los años 40 y 50.
Interesante estampa picaresca, y bien narrada. Me recuerda el caso de Víctor Lustig, cuando "vendió" la torre Eiffel a un grupo de comerciantes de chatarra, con la verosímil excusa de que iba a ser desguazada. Dado que su emplazamiento iba a ser provisional en un principio, y no permanente. Lo del tranvía es más de andar (o viajar) por casa, pero en el fondo más hilarante y grotesco con ese "oiga, que el tranvía es mío".
ResponderEliminarYa se sabe la máxima: si parece demasiado bueno para ser cierto, es porque no es cierto. Y yo añadiría: si resulta que sí es cierto, entonces no es tan bueno como parece, pues eres tú el que lo idealiza demasiado.
No conocía la anécdota del timador de la Torre Eiffel, que me ha parecido muy soberbia. Bueno, disculpa, no sea que por pecar de eso, acabemos como el protagonista de tu cuento. Muchas gracias por añadir esas píldoras de sabiduría y literatura.
EliminarJaja. Gracias a ti. Y gracias también por asomarte a mi paraguas, contesté allí a tu comentario.
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