Llegamos a la paradoja de toparnos, tras doscientas ediciones del Azogue, con una de las plumas más disipadas de nuestra literatura, y a la vez la más talentosa. Un encuentro inevitable para los amantes de las letras: es tan gigante su talla como pequeña lo era su silueta en vida. Nos referimos a Ramón Gómez de la Serna, la peonza algo tripuda, que descollaba en el común de la conversación, como reconoce el poeta Jorge Guillén. Las palabras, las rimas, en definitiva, las greguerías en su caso, se le caían de la boca de manera natural. Así se le escurrió ésta de las comisuras, casi sin querer y a hurtadillas de la razón.
"Al agonizar el viejo marino pidió que le acercasen un espejo para ver el mar por última vez."
A nadie se le podría achispar más el verbo en los labios. Albert Vigoleis Thelen contaba en su maravillosa Isla del Segundo Rostro la anécdota de la cafetera, con la que Ramón Gómez de la Serna retó al último epígono de Niezstche, el Conde Kessler. Estaban muy en boga las batallas dialécticas que se erigían en torno a las cosas más baladíes como un objeto de andar por casa, por ejemplo, la cafetera. El Conde Rojo, además de la linotipia más avanzada de la época, de ser el mecenas de los artistas e intelectuales más perseguidos de la izquierda del Viejo continente y que le valieron el sobrenombre antedicho de Conde Rojo, o capaz de escribir la biografía literaria por excelencia de Von Bismarck, Canciller de Hierro, se distinguió como el orador más brillante de su época, hasta que encontró la horma de su zapato en Gómez de la Serna, Don Ramón, para muchos. El madrileño le derrotó con una facundia que llevó a casi todos los presentes al paroxismo.
"Al agonizar el viejo marino pidió que le acercasen un espejo para ver el mar por última vez."
A nadie se le podría achispar más el verbo en los labios. Albert Vigoleis Thelen contaba en su maravillosa Isla del Segundo Rostro la anécdota de la cafetera, con la que Ramón Gómez de la Serna retó al último epígono de Niezstche, el Conde Kessler. Estaban muy en boga las batallas dialécticas que se erigían en torno a las cosas más baladíes como un objeto de andar por casa, por ejemplo, la cafetera. El Conde Rojo, además de la linotipia más avanzada de la época, de ser el mecenas de los artistas e intelectuales más perseguidos de la izquierda del Viejo continente y que le valieron el sobrenombre antedicho de Conde Rojo, o capaz de escribir la biografía literaria por excelencia de Von Bismarck, Canciller de Hierro, se distinguió como el orador más brillante de su época, hasta que encontró la horma de su zapato en Gómez de la Serna, Don Ramón, para muchos. El madrileño le derrotó con una facundia que llevó a casi todos los presentes al paroxismo.
También fue muy recordado el número de la vela. El otro Don Ramón como se le llamaba, para diferenciarlo de Valle- Inclán, se presentaba en un escenario a oscuras con una maleta de cuero marrón y el cabo de una vela resplandeciente ¿ Se habría ido la luz? Se preguntaban azorados los circunstantes con un rictus serio, hasta que el prócer de las palabras irrumpía con una elocuencia sorprendente. Y la luz se recuperaba, al cabo de unos instantes, que no al cabo de la vela, momento en el que el epatante conferenciante, se tragaba la vela hecha de confitura, cual mago de la palabra y porqué no decirlo de la escena.
Un prestidigitador de las palabras, al que le faltó una obra definitiva. |
Una celebridad para las vanguardias europeas, que malvive en los años cuarenta en el ocaso del exilio argentino, donde se le comienza a reconocer cuando emprende las primeras líneas de Automoribundia, una autobiografía con tintes especiales. Un poso amargo, por la muerte que flota en muchas de sus páginas, y el rechazo que siente y que late en toda la obra. Porque Don Ramón recordaba con añoranza la gira francesa de 1928 en loor de multitudes. Sus greguerías habían tenido un éxito fulgurante en el país vecino, por lo que el gran autor madrileño admirado por todo tipo de vanguardias, se acercó para entender qué se cocía tras ese clamor. En jornadas extenuantes donde rubricaba ejemplares de greguerías y parte de sus novelas traducidas, no dudó en firmar subido a un elefante. De esta representación del escritor más lúcido que nunca, quedan algunas instantáneas.
Media vida en el Pombo de Don Ramón |
Poco a poco, intenta desceñirse de la maroma de las vanguardias, de las que había sido precursor, para con la distancia, escribir Ismos en 1931, con el que augura como sibila sentada en el mejor lugar del templo, su pronto final. E insistimos en que ocupa un lugar preponderante en el templo, porque como dijera Francisco Umbral que busca más bien dar en la diana y sobredimensionar al personaje de Don Ramón, que lo había enamorado: "es, él sólo, todas las vanguardias españolas" Sin embargo, no podemos citar una obra suya que se recuerde con la pervivencia de los clásicos. Gómez de la Serna fue mucho más que una sola novela. El mismo Umbral reitera que la obra maestra era él mismo. Todo un torbellino que exponía su literatura a raudales, con proporciones selváticas. Tampoco nos podemos olvidar de su otra obra maestra La Sagrada Cripta del Pombo, atalaya de vanguardias, y cuyas tertulias radiografió en una obra de título homónimo, en la que luce su narrativa esplendorosa y su erudición(1).
Colombine reportera de la Guerra en África. |
Más tarde llega nuestra turbadora Guerra Civil, que significa un vuelco en todos los órdenes de la vida. Y Don Ramón se exilia en Buenos Aires en la actual calle de Hipolito Yrigoyen, donde añorará sus mañanas perdidas en el Rastro de Madrid en busca de los cachivaches más inverosímiles, con los que llenar una vida heterodoxa en todos los sentidos. Quizá le turbe en la distancia del tiempo y del espacio, el amor que profesó a Carmen de Burgos, Colombine, la primera mujer española reportera de guerra, y su triste final, cuando Don Ramón cae en los brazos de la disipada hija de ésta, mientras tenían lugar los ensayos de una obra suya, condenada al fracaso. Recordemos que esta misma niña fue objeto de los galanteos de otro grande de la literatura, Rafael Cansinos Assens, que tornó a una vida de ermitaño del saber, fundamentalmente hebraico. Pero quizá lo que caracterice a Automoribundia no sea el cúmulo de vivencias y arrepentimientos, sino la búsqueda azorada de un real absoluto. Un todo que explicase la realidad, que nutre a la obra de un trasfondo filosófico. Como el astrónomo Stephen Hawking, recientemente fallecido, el icono de la vanguardia creyese que existe una explicación para este todo. La teoría del todo, que azuzó en Don Ramón una tristeza que también hemos observado en el científico. Volveremos en cualquier caso sobre los pasos de este grandísimo literato, más apreciado fuera. Y no nos olvidaremos de su tertulia del Pombo que con el giro de la Guerra Civil, sucumbió a las divisiones. Pues sin Don Ramón, su alma mater, nunca mejor dicho, se descafeinó. Su ideal, que era no tomar partido, también significaba tomar partido en ese horizonte que separaba a españoles de todas las clases y condición. Quedémonos hasta entonces con sus dudas en torno a lo real absoluto.
"Estoy en diálogo perpetuo conmigo mismo buscando esa señal de lo real absoluto. […] Ese monólogo dialogado conmigo mismo será interminable hasta el fin de mi vida. No encuentro la señal, no la encuentro."
(1) Jorge Luis Borges recordó que tanto se hablaba de la tertulia del Pombo y del mago de la palabra, que quiso comprobar el efectismo de aquel brujo. Discípulo por aquel entonces de su rival, Cansinos Assens, el argentino fue a aquel templo de la palabra casi a escondidas, junto a su hermana Norah. Allí pudo comprobar el magnetismo del personaje. Lo curioso es que Borges nunca confesaría a su maestro, Cansinos Assens, haberle traicionado. También se reservó el haber sido el perpetrador de unos versos ultraístas que le avergonzaban.
Por otra parte, es curioso que La Sagrada cripta se pueda leer desde cualquier página, porque son infinidad las historias que confluyen en la pluma de Don Ramón, cada una diferente y que tiene su propia unidad.
Por otra parte, es curioso que La Sagrada cripta se pueda leer desde cualquier página, porque son infinidad las historias que confluyen en la pluma de Don Ramón, cada una diferente y que tiene su propia unidad.
Un artículo excelente, amigo Sergio, en el que nos das a conocer de manera extensa la figura humana y literaria de Ramón Gómez de la Serna, el "rey de las greguerías", sin duda, una figura grande e irrepetible. Felicidades, amigo.
ResponderEliminarUn abrazo.
Desde luego, maestro, una figura que trasciende a su época y que con una obra muy vasta, ha cautivado a vanguardistas y a todo un Francisco Umbral, pero que está por descubrir a las nuevas generaciones.
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