Quién no ha escuchado este fragmento del Juan
Tenorio de Zorrilla, que casi puede recitar de memoria como uno de
los pasajes de amor más recordados de la literatura:
Cálmate, pues, vida mía;
reposa aquí, y un momento
olvida de tu convento
la triste cárcel sombría.
¡Ah! ¿No es cierto, ángel de amor,
que en esta apartada orilla
más pura la luna brilla
y se respira mejor?
y se respira mejor?
Pero en aquella ocasión los murmullos crecieron con más razón en el Rialto, pues el hombre/mujer que recitaba el párrafo lleno de cursilería romántica para los modernistas, se decía que había sido amante del Generalísimo. - No puede ser. Creo que te confundes, Álvaro.- Al aludido del patio de butacas, le brillan los dientes impolutos en la oscuridad de la sala, mientras su compañero le aclara con rigor casi científico, que Ana Mariscal (1) nunca fue novia de Franco. - Era la novia en la gran pantalla de quien suponemos que es el alter ego de nuestro Generalísimo. - Con imaginar el rictus serio de la oficial, Doña Carmen, casi les da el pasmo. Raza era el filme que se basaba en la novela homónima del dictador, y al que se referían aquellos espectadores que temblaban en cuanto la bella Ana Mariscal aparecía disfrazada del estereotipo por antonomasia del galán, Don Juan Tenorio.
La de 1945 había sido una temporada llena de teatro clásico; quizá así salvasen mejor el expediente de la censura. En los carteles pintados a mano se anunciaba El sombrero de tres picos de Pedro Antonio de Alarcón, La niña boba de Lope de Vega o Sueño de una noche de verano. Aunque eso de que lo antiguo no acarreaba consecuencias, tampoco es del todo cierto. Qué se lo cuenten al gran Kapucinski, que se preguntaba porqué en la Polonia comunista escaseaban las traducciones de clásicos como Heródoto. Los censores abrigaban suspicacias del sentido que Homero habría buscado en sus obras a las palabras y que se podrían interpretar como una crítica acerba al sistema comunista. En España, la hambruna de Valencia provocada por el sitio de los "moros" en El Cantar del Mío Cid, tenía otras lecturas modernas más insidiosas. Los moros se asociarían fácilmente a la reciente guerra civil y por supuesto, a la figura del Generalísimo. Por otra parte, las escenas de hambre traían recuerdos muy cercanos en el tiempo del asedio franquista a la capital y después del conflicto, cómo no interpretarlas como una crítica al régimen. Nos imaginamos al obtuso censor preguntar quién es el osado autor del Mío Cid, obra anónima como sabemos.y escrita casi en la noche de los tiempos ¿ Para empurarlo?
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Fortunio Bonanova e Inocencia Alcubierre hicieron de enamorados en el drama de Zorrilla. |
Pues resulta obvio suponer, que en este contexto la interpretación de Ana Mariscal se iba a topar con los oficios de un censor muy diligente, que la calificó llena de lascivia y como fácil reclamo entre el público masculino. Que se recreaba en la paradoja de que una bella mujer sedujese y raptase a Doña Inés ¿Besaría a su partenaire femenino? Desde luego que no, los ósculos estaban proscritos completamente, aun cuando eso entraba dentro del terreno imaginativo de los espectadores varones. Digamos que no había sido el primer encontronazo de esta misma actriz, que había escrito una novela titulada Hombres, que no gozó del imprimatur de la censura dos años antes. Su batalla se antojó larga, pues denunció ambos casos en los tribunales. Resultó ser uno de los escándalos más sonados del año 45, en el que acabaron los ecos infernales de la Segunda Guerra Mundial, volvía a España el gran filósofo Ortega y Gasset, republicano y al que una parte de la izquierda no le perdonaría traición tan grande, en su peculiar prisma de categorizar las cosas. En los cafés también preocupaba la tristeza del torero Manolete, al que la competencia del mejicano Carlos Arruza le empieza a hacer mella, casi tanto como los amores y desamores que le desviven, con Lupe Sino. En estos cenáculos de la cultura, sentencian que el repertorio sobrio del cordobés está demasiado visto frente a la orgía de emociones que transmite Arruza, o se asombran de la irrupción del existencialismo, como reverbero de una Francia en la que Sartre y Camus comienzan a sacudirse el polvo de la ocupación y su palabra a convertirse casi en ley. Más tarde se fraguarán los abismos que los separarán por causa de la Guerra Fria.
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Ortega y Gasset todo un icono de la cultura, y un tanto para la dictadura. |
Sin embargo, será Ana Mariscal/Don Juan la que acapare titulares entre anatemas furibundos de la Iglesia ¡ El escándalo había sido morrocotudo! se afirmó entonces. No en vano, le llegarán a hacer un juicio literario en la cuna de José Zorrilla, Valladolid, donde el Centro Literario y Artístico convocará a defensores y detractores para que diriman lo acertado de que la actriz se disfrazase de hombre. Con todo, la bella Don Juan iba a tener un testigo de excepción que decantaría el juicio literario. Se trata de Don Ricardo Calvo profesional de tronío y de dilatada trayectoria en las tablas, el mejor Don Juan según las críticas de entonces ( el señor Calvo era tan provecto por entonces, que también esos mismos críticos hablaban de que arrastraba la espada por el escenario ). Al maestro de los escenarios le encantó la interpretación de la diva, tanto que sólo cupo aplaudirle la iniciativa. Poco a poco, la balanza se va inclinando a favor de Mariscal, a la que los tribunales de verdad, le permiten seguir ejerciendo de Don Juan. Su papel no deja de ser al cabo del tiempo una anécdota en su currículum artistico. El tiempo que todo lo cura, borró la gran polvareda que había levantado en su momento.
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Ricardo Calvo, un apoyo inestimable para la señorita Mariscal |
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