Carruajes van y vienen sobre un terreno inhóspito, lleno de polvo, donde las rodadas y las mariposas que revolotean, le son variaciones extrañas de una realidad de la que intenta abstraerse. Demasiada agitación que palpita por aquellos vericuetos encajonados entre los Cárpatos, por los que discurrió el mismo Conde Drácula, y que le distraen de unas decisiones que ha de tomar. Se dejaría llevar por la dulce modorra, más propicia para lo que tiene que decidir, pero Abalint Abady el personaje de la Trilogía transilvana, reconoce a todos los que dejó tras su marcha en busca de mundo (a los que por supuesto asocia con recuerdos indelebles). Le volvió a trastocar el rumor de las invenciones de autores sajones que enfermizos, se detienen en lo anecdótico. Desde la publicación de Drácula, andar por la Europa más sofisticada, le traía sonrisas como si él, un noble húngaro saliese del ataúd, aunque sobre todo, dar explicaciones de cómo era Transilvania, le sacaba de sus casillas. ¡ No vivían en cuevas, y también se veía la luz! ¿ Eran rumanos o húngaros (1)?
- Se habla rumano, o bueno, el pueblo llano lo habla, nosotros como nobles, húngaro.- Para qué hablarles de Lélbánya, un distrito minúsculo. Un esfuerzo vano, en cualquier caso.
- Se habla rumano, o bueno, el pueblo llano lo habla, nosotros como nobles, húngaro.- Para qué hablarles de Lélbánya, un distrito minúsculo. Un esfuerzo vano, en cualquier caso.
Poco después, Abalint Abady, se presenta a las elecciones como diputado de su condado, y en una suerte de volición forzada por las circunstancias, lo cual es un oxímoron, retorna a sus tierras. Apenas tiene dinero, y cerca de la madre, una noble húngara, cubre las necesidades para sostener un tren de vida acorde con su rango aristocrático. Carente de cualquier experiencia, el lector acompaña al joven para toparse con el coro de paisanos que se arracima alrededor suya, la novedad siempre tiene influjos desconocidos para los que quedan, lo que nos permite conocer con gran prolijidad su entorno, caracterizado por personajes de gran mundo y otros que se han quedado anclados en el retazo de terruño que es Lélbánya. Tiene como modelo a un abuelo sabio, que había indagado acerca de casi todo . Ciencia, filosofía, religión y leyes conforman el tronco al que se asirá el conocimiento del abuelo. Lo rememorará a través de un amigo nonagenario que se dedicó a la interpretación. Gracias a él, va desvelando a la vez misterios de su familiar, que fue vagando por Europa, hasta tener ese dejo europeísta, y con el que se identifica nuestro personaje.
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El refinado autor húngaro lleva a cabo una de las trilogías
más importantes de la literatura europea.
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Las novelas de Banffy, en este caso el primer volumen, Los días contados nos dejan flotando en la atmósfera deliciosa y sofisticada de la Hungría previa a la Gran Guerra; un dejo de final de época decadente, que nos hunde en el pesimismo del nacionalismo húngaro, sujeto a potencias ajenas para sostenerse desde la derrota en la Batalla de Móhacs, en 1526. Conscientes de ese "destino manifiesto", Banffy escribe este monumento de la literatura europea en el período de entreguerras y por tanto es conocedor del final dramático que le depara la historia a este período de falso esplendor, que es por el que discurre la novela ( Hungría perderá el 70% de su territorio en Versalles). También nos entretienen los destinos individuales de sus personajes, los relatos de amores casi imposibles de Abady, los duelos que se escenifican por afrentas absurdas o se resuelven de maneras inverosímiles. Agradecemos además, una prosa excelentemente bruñida, a la altura de otros narradores más conocidos, como el galitziano Joseph Roth, o el gran Stefan Zweig. Banffy es uno de los mejores novelistas centroeuropeos.
En cualquier caso, no es difícil sumergirse en los cenáculos conspiradores que nos describe Miklos. Se vive una especie de calma tensa con Viena, y la escalada de peticiones nunca ha de cesar, para los nacionalistas más díscolos. Todos saben que bajo el paraguas de la Corona Dual han salido inmensamente reforzados, más cuando sobre los húngaros pesa la maldición antedicha. Tensar la cuerda lo suficiente, para que el espíritu de la patria no decaiga frente a la dilución que significa aceptar sin más la Corona Dual, desde 1867. Estas estrategias parecen comunes a los nacionalismos de cualquier índole.
Este ambiente fascinante, repleto de viejas y nuevas querellas políticas, y en el que se invoca el espíritu de la revuelta de 1848, nos envuelve. Para rizar más el rizo, y en la espiral absurda que acarrean los nacionalismos, el candidato Abady sin convencimiento ideológico alguno, trata de ganar electores entre los transilvanos rumano, por lo que erigirá en su programa una serie de reclamaciones de coexistencia podríamos decir entre la lengua rumana y húngara, y otros derechos que la mayoría rumana tiene conculcados en dicha región, políticamente por entonces húngara. Lo paradigmático es que no se funda dicha corriente si no es por el afán de crearse un nicho de votos en Transilvania del joven húngaro. Y para diferenciarse del resto, refuerzan los lazos con los Dacios, desaparecidos de la faz de la tierra hace un par de milenios. Intrigas y entresijos políticos que se mezclan con los intereses personales. Miklos no ensalza a ninguna de las partes, sino que pasa como testigo mudo por las escenas, que en cualquier caso recrea maravillosamente con la impronta de un narrador inigualable.
(1) Actualmente es un territorio de Rumania, y a pesar de que sus habitantes son rumanos, los húngaros esgrimen que políticamente dependió de Budapest y que además, en muchos de sus distritos, sigue habiendo una mayoría magiar. De ahí que la intrincada madeja de los nacionalismos sea tan complicada en Europa, que para algunos es mejor dejar de agitar dicho espantajo.
En cualquier caso, no es difícil sumergirse en los cenáculos conspiradores que nos describe Miklos. Se vive una especie de calma tensa con Viena, y la escalada de peticiones nunca ha de cesar, para los nacionalistas más díscolos. Todos saben que bajo el paraguas de la Corona Dual han salido inmensamente reforzados, más cuando sobre los húngaros pesa la maldición antedicha. Tensar la cuerda lo suficiente, para que el espíritu de la patria no decaiga frente a la dilución que significa aceptar sin más la Corona Dual, desde 1867. Estas estrategias parecen comunes a los nacionalismos de cualquier índole.
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En Mohács no sólo moría un rey, Luis II de Hungría,
sino que se postraba toda una nación
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Este ambiente fascinante, repleto de viejas y nuevas querellas políticas, y en el que se invoca el espíritu de la revuelta de 1848, nos envuelve. Para rizar más el rizo, y en la espiral absurda que acarrean los nacionalismos, el candidato Abady sin convencimiento ideológico alguno, trata de ganar electores entre los transilvanos rumano, por lo que erigirá en su programa una serie de reclamaciones de coexistencia podríamos decir entre la lengua rumana y húngara, y otros derechos que la mayoría rumana tiene conculcados en dicha región, políticamente por entonces húngara. Lo paradigmático es que no se funda dicha corriente si no es por el afán de crearse un nicho de votos en Transilvania del joven húngaro. Y para diferenciarse del resto, refuerzan los lazos con los Dacios, desaparecidos de la faz de la tierra hace un par de milenios. Intrigas y entresijos políticos que se mezclan con los intereses personales. Miklos no ensalza a ninguna de las partes, sino que pasa como testigo mudo por las escenas, que en cualquier caso recrea maravillosamente con la impronta de un narrador inigualable.
(1) Actualmente es un territorio de Rumania, y a pesar de que sus habitantes son rumanos, los húngaros esgrimen que políticamente dependió de Budapest y que además, en muchos de sus distritos, sigue habiendo una mayoría magiar. De ahí que la intrincada madeja de los nacionalismos sea tan complicada en Europa, que para algunos es mejor dejar de agitar dicho espantajo.
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