“Para encontrarte a ti mismo, piensa por ti mismo” Sócrates.
Sin duda, la esfera ardiente e insidiosa se había elevado por
encima de los combatientes, una maraña de falanges que se debatían en las planicies de Delio, por una bocanada más de vida. Cómo no, habían olvidado el objetivo efímero de la refriega, la toma de la urbe. Cuando se combate cuerpo a cuerpo, la muerte quizá te aceche con la forma de la lanza de un hoplita beocio, que hiende tu costado buscando las partes blandas ¡Eres su rival, un soldado ateniense! En tu cuerpo sarmentoso sientes el filo de la misma, mientras resueltamente quieres abrir el yelmo del beocio. Él no cesa en su empeño, ¡lucha animal! Sócrates, o en este caso tú que es lo mismo, miras la muerte de frente, pero no ha lugar al miedo cuando la pugna es tan a cara de perro. Si se produce el menor descuido, Caronte te invitará a darte una vuelta en su barca(1). Con todo, el beocio persiste, y araña tu armadura en un acto de desesperación. Sócrates o tú aprovecháis inopinadamente la gran melé que se ha formado, para encaramaros sobre él y abrirle la visera del maldito yelmo que parece cosida. ¡ No hay forma!
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El asesinato de Sócrates, la excelente novela
de Marcos Chicot.
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La escena se torna enlentecida como en una gramola mientras piensas que es todo un anacronismo propio de un estilo sin estilo. Perdón, pero no nos fastidies la tensión in crescendo de este introito, porque un solo fallo y lo pagarás toda la eternidad. Si tu enemigo encuentra un resquicio en tu peto, insertará la punta del arma. Tú, ilustre ateniense y excelso pensador, consigues por fin abrirle el yelmo a tiempo. No en vano, había aparecido la caballería beocia para cortaros la retirada y vuestra falange debe recomponerse antes de sufrir la embestida de la misma. Un compañero tuyo, el gran Alcibíades logra introducirle la espada por el ojo al dichoso beocio y te salva la vida. Al desafortunado enemigo le crujen los huesos de la cabeza por la fuerza del empellón. Por Deméter, salvaste el pellejo, Oh Sócrates, el más grande pensador según el Oráculo de Delfos, de milagro piensa vuestro gran amigo, Querofonte , que tanto vela por tu vida que consultó a las pitias en su afán de protegerte . Y los dioses le respondieron que morirás de muerte violenta ¿ En combate? En éste parece que no, si bien los oráculos son caprichosos y las más veces tan ambiguos que es difícil interpretar el sentido de los mismos. Qué se lo digan al gran Esquilo, que salió esquilado de una pitia (2) . O Juan Rulfo - otro anacronismo- sobre el que pesó la trágica leyenda familiar que se cebaba en los varones.
Es mientras escarbamos en las páginas de la fabulosa novela de Marcos Chicot , El asesinato de Sócrates, cuando nos asolan las dudas y nos reconcome el temor. ¡Qué cerca hubiere estado el pensamiento de Occidente de perder uno de sus mayores puntales! Todo habría sido bien diferente, sin el menor género de dudas. Porque Sócrates ben como originador de una corriente filosófica, que cedería el testigo nada más y nada menos que a Platón y éste a su epígono Aristóteles, tendría un lugar reservado en la historia de la filosofía. Pero además su combate férreo aunque sin acritud contra los sofistas, a los que consideraba diletantes y que con su ironía socrática desarmaba ante un auditorio que se deleitaba con estas disputas casi más que con el deporte. Perdóneme maestro si le señalo, que ese fue su error, ponerlos frente al espejo de su ignorancia. ¡Parece mentira que no conozca a veces la naturaleza humana!, estas afrentas le pasarían factura en su juicio, que como sabemos acabó en una condena a muerte y la malhadada cicuta que fue anegando con su toxicidad su cuerpo. Por otra parte, nos encandila su mayéutica, con la que nos ayudaba a alumbrar nuestros conocimientos. ¡Y es que su madre fue una excelente partera, usted de ideas! Y en su afán de buscar categorías y como bien diría Aristóteles, dos cosas caben atribuirle: una el argumento inductivo (la observación) y otra las definiciones generales. En este sentido como señala el gran Chicot, Sócrates podría considerarse como el padre del racionalismo, antes que Renato Descartes. La semilla estaba en su pensamiento, huelga decir. Con razón Sócrates tal y como subraya Marcos, es el parteaguas del pensamiento y se distingue el período presocrático en el que se arraciman a todos los filósofos anteriores a él.
Por último, el autor nos relata con excelente pulso, historias recogidas en La Guerra del Peloponeso de Tucídides, que fascinó a grandes estrategas como Carlos I, por el ardor guerrero que destilaban aquellas páginas y debido a discursos como el del Rey Arquídamo, que erizan la piel y nos encienden los arreboles de gozo. Tucídides fue testigo directo de los hechos, que en cualquier caso, expone de forma objetiva. A nosotros nos llegó a través de una traducción que según los entendidos es mejorable. Recuerdo que un profesor de griego nos insistía que la gloria se encontraba ahí, en volver a traducir La Guerra del Peloponeso, sin dejar escapar los matices de obra tan importante. De cualquier forma, no deja de sorprendernos cómo se organizaba la democracia ateniense, en la que cualquiera podría ejercer el cargo de estratego, general, si la asamblea lo decidía, o que permitía que pensadores de la talla Sócrates o grandes artistas se expusiesen en primera línea de vanguardia. Chicot se adentra en una época en la que el esplendor de Atenas se deja jirones por el esfuerzo bélico, y entra en declive. El joven Platón tomará estas experiencias para ir madurando en su mente el libro de La República, en el que criticará la nula especialización de los puestos públicos que se produce en su polis y en la que adivina parte de las razones del ocaso ateniense. Insistimos, no sabemos qué narices pintaba Sócrates en el frente de batalla como pensador único. Atenas avanza los males de las democracias asamblearias, fácilmente manipulables. Nos asombra que todavía estemos rondando por esos mismos vericuetos sin haber aprendido nada.
(1) El barquero de Hades que a cambio de un óbolo llevaba las almas a la otra orilla donde reposarían eternamente.
(2) Al pobre de Esquilo, al que un oráculo le dijo que iba a morir aplastado, decidió vivir en casas de estructura débil, de cáñamo. Pero fue la tortuga que se desprendió de las garras de un águila, la que le golpeó tan desafortunadamente que le destrozó la cabeza.
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Alcibíades y Sócrates |
Es mientras escarbamos en las páginas de la fabulosa novela de Marcos Chicot , El asesinato de Sócrates, cuando nos asolan las dudas y nos reconcome el temor. ¡Qué cerca hubiere estado el pensamiento de Occidente de perder uno de sus mayores puntales! Todo habría sido bien diferente, sin el menor género de dudas. Porque Sócrates ben como originador de una corriente filosófica, que cedería el testigo nada más y nada menos que a Platón y éste a su epígono Aristóteles, tendría un lugar reservado en la historia de la filosofía. Pero además su combate férreo aunque sin acritud contra los sofistas, a los que consideraba diletantes y que con su ironía socrática desarmaba ante un auditorio que se deleitaba con estas disputas casi más que con el deporte. Perdóneme maestro si le señalo, que ese fue su error, ponerlos frente al espejo de su ignorancia. ¡Parece mentira que no conozca a veces la naturaleza humana!, estas afrentas le pasarían factura en su juicio, que como sabemos acabó en una condena a muerte y la malhadada cicuta que fue anegando con su toxicidad su cuerpo. Por otra parte, nos encandila su mayéutica, con la que nos ayudaba a alumbrar nuestros conocimientos. ¡Y es que su madre fue una excelente partera, usted de ideas! Y en su afán de buscar categorías y como bien diría Aristóteles, dos cosas caben atribuirle: una el argumento inductivo (la observación) y otra las definiciones generales. En este sentido como señala el gran Chicot, Sócrates podría considerarse como el padre del racionalismo, antes que Renato Descartes. La semilla estaba en su pensamiento, huelga decir. Con razón Sócrates tal y como subraya Marcos, es el parteaguas del pensamiento y se distingue el período presocrático en el que se arraciman a todos los filósofos anteriores a él.
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La cicuta va paralizando desde los pies cada uno de los órganos
del gran filósofo. Su muerte fue provocada por la ira dirigida
de las masas.
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Por último, el autor nos relata con excelente pulso, historias recogidas en La Guerra del Peloponeso de Tucídides, que fascinó a grandes estrategas como Carlos I, por el ardor guerrero que destilaban aquellas páginas y debido a discursos como el del Rey Arquídamo, que erizan la piel y nos encienden los arreboles de gozo. Tucídides fue testigo directo de los hechos, que en cualquier caso, expone de forma objetiva. A nosotros nos llegó a través de una traducción que según los entendidos es mejorable. Recuerdo que un profesor de griego nos insistía que la gloria se encontraba ahí, en volver a traducir La Guerra del Peloponeso, sin dejar escapar los matices de obra tan importante. De cualquier forma, no deja de sorprendernos cómo se organizaba la democracia ateniense, en la que cualquiera podría ejercer el cargo de estratego, general, si la asamblea lo decidía, o que permitía que pensadores de la talla Sócrates o grandes artistas se expusiesen en primera línea de vanguardia. Chicot se adentra en una época en la que el esplendor de Atenas se deja jirones por el esfuerzo bélico, y entra en declive. El joven Platón tomará estas experiencias para ir madurando en su mente el libro de La República, en el que criticará la nula especialización de los puestos públicos que se produce en su polis y en la que adivina parte de las razones del ocaso ateniense. Insistimos, no sabemos qué narices pintaba Sócrates en el frente de batalla como pensador único. Atenas avanza los males de las democracias asamblearias, fácilmente manipulables. Nos asombra que todavía estemos rondando por esos mismos vericuetos sin haber aprendido nada.
(1) El barquero de Hades que a cambio de un óbolo llevaba las almas a la otra orilla donde reposarían eternamente.
(2) Al pobre de Esquilo, al que un oráculo le dijo que iba a morir aplastado, decidió vivir en casas de estructura débil, de cáñamo. Pero fue la tortuga que se desprendió de las garras de un águila, la que le golpeó tan desafortunadamente que le destrozó la cabeza.
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