Suaves frazadas y el cuerpo amado disipando cualquier percepción hasta que escarchado por el rocío de nuestras inseguridades, concluye el sueño en una cama que amanece solitaria; ver caer blandamente el objeto de deseo mañana tras mañana, ¡ qué frustración! Pero qué debería hacer un tipo más que
corriente, con aires de ratón de biblioteca, para llamar la
atención de la mujer que ama o mejor dicho, que alimenta toda clase de fantasías eróticas ¿Le bastaría con tocar por ejemplo el clarinete? Nuestro protagonista Allan Stewart Könisberg sin embargo, un buen judío, tiene al pecado y al sexo como sustratos indisolubles de su
mente. Disculpen por si no han caído, antes de seguir, ¿no sabemos si les suena este nombre? Hablamos por supuesto del irrepetible Woody Allen, que suficiente tenía con contener una verborrea y unas
neurosis, que si desempolvaba se convertían en un potente chorro de palabras, que empeorarían las cosas. Una especie de Caja de Pandora para sus citas. A fin subsanar esa timidez crónica que frustraba cualquier atisbo de atrevimiento o que provocaba que las palabras brotaran a borbotones- nunca se sabe qué es peor- el joven Allen se sometió a la luz de
los focos, una terapia de choque sin duda.
Con diecisiete años, daba lástima el alfeñique miope aferrado al micro en medio de un escenario oceánico. Pero contaba historias, monólogos que habría ideado y que confrontaban al americano medio con sus miedos y frustraciones. Sorprendía sin duda, que por su juventud hundiera el dedo en la llaga con aquellas tiras cómicas. Desde otras formas, como John Cheever (del que hicimos una monografía) con el que le unen muchas razones de fondo y le separan como decíamos la manera de abordar la crítica - quizá la suya sea menos ácida- Allen fija su punto de mira en la sociedad americana.¡ Es muy divertido y terapéutico reírse de uno mismo! Le une a Cheever el hecho de renunciar a la formación reglada. Allen desistió de seguir las clases de la universidad, salvo cuando se proyectaban los clásicos, que le habían atrapado definitivamente. Como él mismo ha confesado en alguna ocasión, perdió la cuenta de las veces que había visto la formidable cinta de John Houston, El Halcón Maltés. Por otra parte, al autor del fabuloso relato El nadador (1), le expulsaron del Bachillerato cuando le cogieron fumando a escondidas . En ambos casos podemos hablar largo y tendido de lo estúpido de la sacralización de los títulos y del pudor a recurrir a los psicoanalistas(2).
Contamos estas vicisitudes del neoyorquino universal, porque queremos recordar una de las piezas teatrales con las que es más fácil identificarle, Secretos de un seductor, que posteriormente se llevaría a la gran pantalla de la mano de Herbert Ross y con el propio interfecto, que hace el papel del protagonista Allan, su alter ego ( de hecho su nombre en realidad es Allan). Un cinéfilo que vive imbuido en su mundo de críticas y películas sobre las que gira completamente su existencia. La obra como no podía ser de otra forma, abre el telón con la escena final del El Halcón Maltés, el filme fetiche de Woody y como recordábamos en la entrada Y el verbo se hizo mujer, producción de Houston que había rescatado a Mary Astor del ostracismo al que le había conducido el sonoro. No cabe duda por otra parte qué los muchachos de cualquier generación hubiéramos suspirado por convertirnos en un Humprey Bogart, para cigarro pendiendo de nuestros labios, musitar las palabras justas a la mujer de nuestros desvelos. Pues a Allan/Allen una suerte de quijote se le aparece el actor americano en distintas escenas de la obra. En primer lugar, cuando le abandona su mujer, porque quiere saborear el frenesí de la vida. Esquiar cuesta abajo mientras contiene los chillidos de emoción y los céfiros de la montaña le golpean el rostro. El sentirse libre de las ataduras de una relación (2). Aquí vuelve a las andadas Humprey, que le pide a Allan que le sacuda un par de tortas para despertar a su esposa de la tontuna. Nos chirría esta parte del diálogo por nuestra concienciación respecto a la violencia de género.
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Reparto de la obra, Sueños de un seductor en Broadway, 1969. Allen rodeado de las féminas que serán sus citas en las tablas |
Con diecisiete años, daba lástima el alfeñique miope aferrado al micro en medio de un escenario oceánico. Pero contaba historias, monólogos que habría ideado y que confrontaban al americano medio con sus miedos y frustraciones. Sorprendía sin duda, que por su juventud hundiera el dedo en la llaga con aquellas tiras cómicas. Desde otras formas, como John Cheever (del que hicimos una monografía) con el que le unen muchas razones de fondo y le separan como decíamos la manera de abordar la crítica - quizá la suya sea menos ácida- Allen fija su punto de mira en la sociedad americana.¡ Es muy divertido y terapéutico reírse de uno mismo! Le une a Cheever el hecho de renunciar a la formación reglada. Allen desistió de seguir las clases de la universidad, salvo cuando se proyectaban los clásicos, que le habían atrapado definitivamente. Como él mismo ha confesado en alguna ocasión, perdió la cuenta de las veces que había visto la formidable cinta de John Houston, El Halcón Maltés. Por otra parte, al autor del fabuloso relato El nadador (1), le expulsaron del Bachillerato cuando le cogieron fumando a escondidas . En ambos casos podemos hablar largo y tendido de lo estúpido de la sacralización de los títulos y del pudor a recurrir a los psicoanalistas(2).
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El genio de la lámpara, agota a algunos,
en teatro sin duda, sus comedias son hilarantes
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Contamos estas vicisitudes del neoyorquino universal, porque queremos recordar una de las piezas teatrales con las que es más fácil identificarle, Secretos de un seductor, que posteriormente se llevaría a la gran pantalla de la mano de Herbert Ross y con el propio interfecto, que hace el papel del protagonista Allan, su alter ego ( de hecho su nombre en realidad es Allan). Un cinéfilo que vive imbuido en su mundo de críticas y películas sobre las que gira completamente su existencia. La obra como no podía ser de otra forma, abre el telón con la escena final del El Halcón Maltés, el filme fetiche de Woody y como recordábamos en la entrada Y el verbo se hizo mujer, producción de Houston que había rescatado a Mary Astor del ostracismo al que le había conducido el sonoro. No cabe duda por otra parte qué los muchachos de cualquier generación hubiéramos suspirado por convertirnos en un Humprey Bogart, para cigarro pendiendo de nuestros labios, musitar las palabras justas a la mujer de nuestros desvelos. Pues a Allan/Allen una suerte de quijote se le aparece el actor americano en distintas escenas de la obra. En primer lugar, cuando le abandona su mujer, porque quiere saborear el frenesí de la vida. Esquiar cuesta abajo mientras contiene los chillidos de emoción y los céfiros de la montaña le golpean el rostro. El sentirse libre de las ataduras de una relación (2). Aquí vuelve a las andadas Humprey, que le pide a Allan que le sacuda un par de tortas para despertar a su esposa de la tontuna. Nos chirría esta parte del diálogo por nuestra concienciación respecto a la violencia de género.
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Humprey Bogart, maestro de seducción, con un sueño de mujer, Lauren Bacall, en El sueño eterno, Más tarde sería marido y mujer |
Seguidamente uno de los mejores amigos de Allan, un altivo directivo cuyo olfato empresarial es más
que cuestionable, se presenta en su casa junto a su flamante esposa, a fin de consolarlo. Con su amigo, apreciamos los guiños humorísticos del mejor Allen. Ejecutivo que yerra clamorosamente en todos sus negocios y que se toma el autor a chacota: compra unos terrenos para jugar al golf la mayor parte condenados por arenas movedizas u otros que iba a dedicar a la construcción de chalés de lujo y que están bajo un pozo de radiación. Allan le sugiere que haga un hospital y que se ahorre la máquina de rayos X. También que siga con el proyecto del campo de golf con el reclamo de tener el búnker más grande del mundo. Con una jerigonza empresarial para tamizar cualquier visión de la vida ( las posibilidades de una relación cotizan como las acciones de la bolsa) y una sonrisa
inmarcesible pese a esos golpes de la fortuna, su amigo llega del
brazo como decíamos, de su bellísima mujer, Linda. Que compulsivamente trata de poner orden en el caos de vida de Allan, recogiendo todos los trastos que halla por medio. El matrimonio le buscará citas para que el náufrago/soltero (3) encuentre una orilla a la que arribar ¿ Nos imaginamos cómo acabarán las mismas con un personaje tan neurótico? Al final, cuando llegamos al desespero y se produce una circunstancia que veníamos barruntando, toda persona puede encontrar por muy extraña que parezca, su media naranja. Woody Allen no nos quiere teñir nuestros pensamientos de desconsuelo mientras abandonamos la platea. Es mejor que abandonemos nuestros asientos con la dulce sensación de que los cuentos también existen en el teatro.
Por último pese a un éxito radiante en los comienzos, público y crítica eran unánimes al respecto, el cineasta neoyorquino se queja de que su producción tanto en cine como en teatro es poco entendida en su país. De hecho, si no fuese por Europa donde le veneran, no tendría público ni financiación para sus películas que siguen un ritmo de filmación como sabemos, frenético (la bella Oviedo le acogió con brazos maternales). Quizá como ha advertido algún crítico, América se ha cansado de sus excentricidades que en un primer momento sorprendieron por su irreverencia. V.g. cuando no asistió a la gala que le concedía el Óscar a la mejor dirección por Annie Hall. ¡Alegó un descuido de agenda!
Por último pese a un éxito radiante en los comienzos, público y crítica eran unánimes al respecto, el cineasta neoyorquino se queja de que su producción tanto en cine como en teatro es poco entendida en su país. De hecho, si no fuese por Europa donde le veneran, no tendría público ni financiación para sus películas que siguen un ritmo de filmación como sabemos, frenético (la bella Oviedo le acogió con brazos maternales). Quizá como ha advertido algún crítico, América se ha cansado de sus excentricidades que en un primer momento sorprendieron por su irreverencia. V.g. cuando no asistió a la gala que le concedía el Óscar a la mejor dirección por Annie Hall. ¡Alegó un descuido de agenda!
(1) Recordemos que Sidney Pollack lo llevaría al cine y encarnaría el acrobático Burt Lancaster. Cheever abre en canal la sociedad americana, y Allen, aunque desentraña los miedos de los neoyorquinos, sus conclusiones pueden extenderse a buena parte del mundo, por lo que ambos gozan de la universalidad que los miedos y ponzoñas del americano medio han logrado en todo el orbe.
(2) El inefable Rafael Reig, devorador de literatura y gran escritor de novelas, aseguraba que le había resultado agotador acudir durante dos años a psicoanálisis, al que se había acercado por el esnobismo de las modas. Más que el psicoanálisis, deberíamos hacernos mirar en nuestra opinión, la remisión a acudir al psicólogo, lo cual no negamos acarrea muchos riesgos por la panoplia de terapias. Sin embargo, no renunciamos a la psicología como una parte importantísima de nuestra salud, y a la que no se debe recurrir de forma clandestina, sino abierta. Allen logra reírse de su propia locura.
(3) El miedo a la soledad nos carcome y lo proyecta el conjunto de la sociedad sobre nosotros, para que se torne en verdadero pavor y así la figura del náufrago cobra más vigencia, lejos de ser una hipérbole. Allen en su comedia dibuja muy bien ese miedo a través de los diálogos. ¡ Quedarse solo con veintitantos años de la época! No hay peor debacle que hay que resolver cuanto antes.
(2) El inefable Rafael Reig, devorador de literatura y gran escritor de novelas, aseguraba que le había resultado agotador acudir durante dos años a psicoanálisis, al que se había acercado por el esnobismo de las modas. Más que el psicoanálisis, deberíamos hacernos mirar en nuestra opinión, la remisión a acudir al psicólogo, lo cual no negamos acarrea muchos riesgos por la panoplia de terapias. Sin embargo, no renunciamos a la psicología como una parte importantísima de nuestra salud, y a la que no se debe recurrir de forma clandestina, sino abierta. Allen logra reírse de su propia locura.
(3) El miedo a la soledad nos carcome y lo proyecta el conjunto de la sociedad sobre nosotros, para que se torne en verdadero pavor y así la figura del náufrago cobra más vigencia, lejos de ser una hipérbole. Allen en su comedia dibuja muy bien ese miedo a través de los diálogos. ¡ Quedarse solo con veintitantos años de la época! No hay peor debacle que hay que resolver cuanto antes.
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