En Sicilia todo era casual. De forma casual, sobre la
superficie de la isla, se tendieron las carreteras de asfalto. Dejaban a ambos
lados los campos de cereales, y de cuando en cuando aparecía una figura
fantasmal de acero. Las cruces gamadas, los leones ingleses, recordaban al
paseante que no hace mucho, el fuego de la guerra se había apagado. Apareció entonces,
entre el paisaje abrupto de Sicilia, el silencio eterno, lenguaje universal de
la belleza. También era cuestión de azar,
después de kilómetros de vías, hallar una estación de tren. Separados por fanegas y más fanegas de trigo, los habitantes de Sicilia recorrían sus pueblos en bicicleta o
esperaban al autobús destartalado, que irrumpe cuando quiere en medio de la
plaza del pueblo. No cabe duda que la posguerra no entiende de puntualidad, ni
sus segundos se mueven con el mismo compás, porque son más lentos. Mas si de
algo disponían los lugareños de Palazzo Adriano por ese entonces era de tiempo,
que gastaron en sus carreteras maltratadas, mientras unos escasos privilegiados
se podían permitir el lujo de coger un tren. A pesar de ello, de la relación
casi unívoca entre la prosapia y el ferrocarril, toda la vida de Palazzo
Adriano transcurrió en torno al conjunto homogéneo de traviesas de madera.
De no ser
por sus andenes de un color próximo al gris ceniza, pensaba Salvattore Di Vita,
que se hubiera muerto de tedio viendo las mismas caras, escuchando las mismas
historias. Totó dejó caer su mirada a las plataformas de cemento: el viento
templado del Mediterráneo se ocupaba de despejarlas de cualquier desperdicio, y
los pilares de madera sostenían decorosamente la techumbre conformada con tejas
de tiza. Entre la brisa y las pilastras modularon las notas suaves de una
tocata, que llegó a los oídos de Salvattore cuando rastreaba con su cámara de 8
mm cada centímetro de la estación, en busca de la inspiración.
La magia de las historias con final feliz |
Y ella bajó de
repente, de uno de los vagones del tren de Taormina. El atuendo profuso,
incluido el abrigo de lana que sujetaba estoicamente con su brazo diestro, le
hizo creer sin ser muy ladino, que se trataba de una muchacha de la península.
No en vano los ricos norteños eran
objeto de chanzas por parte de los sicilianos, que los contemplaban con
su aspecto de patos mareados, en cuanto recibían la primera bofetada de calor. Cierto era por otra parte que los inviernos
en Sicilia se caracterizaban por ser algo duros, mas los termómetros apenas
bajaban de los 10 º durante el día, asidos por el disco dorado que hacía más
soportable la temperatura al acariciarte con sus rayos inofensivos,
desprovistos del instinto asesino del mes de agosto. No tenía sentido, por
tanto, llevar un atuendo tan grueso, y
se fijó más detenidamente. Ella parecía ensimismada; en medio de los diversos
corros familiares crecía su ansiedad.<<¿Buscaría a alguien?>>,
pensó Salvattore, que centró definitivamente la atención de su cámara sobre la
esbelta silueta.
Los ojos
azules de Elena, entretanto, contemplaron el ritmo lento, perezoso como el
caminar de los gatos al sol, de cada uno de los trabajadores de la estación.
Movían el equipaje, a sabiendas de que a lo largo del día no se iban a
presentar muchas más oportunidades de demostrar sus habilidades en tan
esforzado ayuntamiento; por ello procuraban dotar a sus movimientos de la
solemnidad que requería tal circunstancia.
Cámaras de 8 mm, testigos mudos de la posguerra italiana |
Quizá la causa de su desesperación radicara en el retraso que había acumulado el trayecto
Taormina- Palazzo Adriano, que no era menor de dos horas. A Elena le había
invadido la desazón tan peculiar de quien se encuentra en un lugar nuevo . Por
este motivo buscaba afanosamente con su mirada azulada la figura de su padre.
Acostumbrada a las comodidades de la península, el viaje se le había hecho muy
largo, y las catenarias una pesadilla.
-
Ciao, Babbo (3).- dijo a su padre, que
emergió de entre la multitud aglutinada en los andenes.
Enseguida
había reconocido el rostro familiar, tan singular por otro lado, a causa del
frondoso bigote que cruzaba su cara, de extremo a extremo. Ojos grandes, cejas
fecundas, que sino fuera por los huecos de sus dientes, le hubieran conferido
una gran severidad a su semblante que le recordaba a la del Káiser Guillermo II. El
sol seguía alanceando el horizonte visible de la isla.
-
Ciao,cuore.- respondió él, quien de
reojo, observó la pobreza de los habitantes de aquella isla. Jerseys
deshilachados, chaquetas raídas y sonrisas de encías sangrantes encontró, al
otro lado de la mesa de caoba, de su despacho. No podía mirar la miseria cara a
cara. Tampoco pudo haber rechazado dirigir un banco, aunque fuera en Sicilia. -
¿Cómo ha ido el viaje, cariño?
-
No ha ido mal.
Contestó Helena
fugazmente, porque el vaivén exasperante de la locomotora, soltando bocanadas
de humo espeso, se le había metido tan adentro, que aún creyó escucharlo una
vez más. Caminaron rápido hacia su refugio de comodidades, entre la masa
heterogénea de los andenes. Los niños jugaban a la puerta de la estación con un
balón de cuero, que más bien parecía un ovillo de lana, perdiendo a cada
patadón un poco de su existencia.
Toda la escena
fue recogida por la cámara de Toto. Aspirante a director de cine, nada extraordinario
que aconteciera en Palazzo Adriano, escapaba a la mirada fría, trepanadora, de
su cámara de 8 mm.<<Qué muchacha
más bella>>, pensó al ver a Helena. El hombre estirado, jacarandoso, de
gabardina marrón, supuso que sería el padre de la beldad.
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