Casi nadie se acuerda de aquellos rostros anónimos, que pertinaces historiadores del arte sacaron de las sombras. Como investigadores quisieron dar vida a las protagonistas lacónicas del lienzo, el desnudo sensual que perpetuaba relaciones llenas en algunos casos de procacidad, para las desdichadas familias de las muchachas. Las modelos sufrían no en vano largas sesiones, expuestas como sacerdotisas vestales a los rigores de los gélidos estudios, a los que con mucho llegaba una estufa de leña, que no siempre estuvo alimentada por la modestia de sus anfitriones. Se ahorraba en calefacción, en ropa, y en alguna comida como recordaba Amedeo Modigliani. Desde luego, que muy tempestuosa fue su relación con la bellísima Jean Hébuterne: la magia de sus ojos le produjo tal embeleso, que el caballero de la trementina se rindió a la joven que esbozaba una sonrisa íngrima, porque había amado desde el primer momento a Modigliani. El artista impartía clases en la Academia Colarossi donde acudía Jean a aprender dibujo, y enseguida se dejaron arrastrar por las corrientes de un amor arrebatador, lo que habría de escandalizar a la familia de la joven, catolicísima. Si Jean se unía a la jarca de artistas de mal vivir y de hetairas que pululaban en derredor , arrastraría por el cieno su propia alma y la de sus más allegados. Ya conocimos por la publicación el triste epílogo de la relación http://elazoguedemidesespero.blogspot.com.es/2016/02/numero-8-de-la-rue-de-amyot.html que unió al artista y a una jovencita de fáciles arreboles.
En aquel París bohemio, Ernest Hemingway buscaba los calores de los cafés para abrigarse del frío y poder componer sus maravillosos relatos. Atestiguó con su paso por los veladores parisinos en los que el sacapuntas y su pata de conejo,resultaban infalibles amuletos para que las musas le visitasen, el vivir licencioso de algunos artistas que malbarataban sus caudales en la cima del éxito y mendigaban lacayunos un trozo de pan duro, cuando sus ahorros se habían disipado. Entre los pintores de mayor talento y propósitos más disolutos, emerge sin lugar a dudas la figura de Julius Mordecai Pincas, para la historia del arte, Jules Pascin, que nos dejó una buena porción de brillantes acuarelas y lienzos, y del que decía la crítica que si se le sacaba del lienzo, Pincas parecía un pato mareado, dado que el dominio de la técnica por parte del artista de origen búlgaro, se resentía (pura maledicencia, como la que atesoraba el crítico del semanal Le Charivari, Luois Leroy, que participó en el bautismo de los impresionistas: de ahí la máxima de los creadores, respecto a que todo crítico es un artista frustrado y por ende, un ser algo envidioso). Recordemos que Pascin también fue conocido como el Príncipe de Montparnasse por los jolgorios que solía organizar y que atrajeron sobre él el baldón del escándalo, como bien refleja Hemingway en un capítulo de su libro París era una fiesta: Con Pascin en el Dôme.
Pascin, mientras el escritor merodeaba por el Dôme y se resistía a sus influjos, es decir, evitaba la tentación de mermar sus ahorros, requirió la presencia de Hem desde una de las mesas que compartía con dos de sus modelos. Hermanas, ambas muy lindas, una rubia y otra morena, que al lado del acuarelista pasaban del llanto a la risa como en una montaña rusa, debido al humor cambiante de Pincas, que en muchas ocasiones como pudo comprobar Hem, dejaba patidifuso a sus acompañantes. El caso es que aquella tarde, tras una intensa sesión de posado las muchachas eran exhibidas por el licencioso pintor que se paseaba con ellas por todos los cafés de París, a dejarse ver en tan grata compañía (El Príncipe aparte de su amor por la farra, era un trabajador infatigable). Una vez sentado con ellos, Pascin presumió de que las noches se le hacían muy largas con aquellas dos féminas ( daba a sobreentender lo evidente). La rubia acremente le repone que ama a sus telas más que a sus pechos, ya que se embebe enseguida en el lienzo tras haber girado rápidamente en torno a la joven, buscando matices a su desnudo y nada de voluptuosidad para su desagrado, suponemos.
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El impetuoso Mordecai, gentileza de wikipedia |
El perpetuo duermevela de Mordecai explica la cara acartonada y las ojeras que enmarcaban su inteligente mirada. Hablaron y hablaron hasta que el resabiado búlgaro inopinadamente le invita a Ernest a que se lleve al lecho a la chica morena, que no había dejado de hacerle morisquetas y posa delante suya como el busto de Nefertiti para resultarle más sensual.El escritor cuenta que rechaza la invitación, a pesar de las evidentes redondeces que adivina en el vestido ceñido de la preciosa faraona, porque le aguardaba en la cripta de su felicidad parisina, su mujer "ma légitime" y su hijo Bumby. Este episodio ha sido a veces discutido por los metaliteratos , y por más que algunos duden de la fidelidad del indómito Ernest, escuchamos una vez una teoría interesante a este respecto. Que el escritor en cuanto tenía saciado su apetito sexual llevaba a cabo una especie de celibato con el fin guardar sus energías para la faceta creativa. Es verdad, que se convertían en verdaderos fetichistas, elaboraban teorías de lo más peregrinas sobre las energías, y rayaban con las neurosis cuando se estancaban en una línea. No es descabellado que rechazasen a una odalisca por el brillante final de un relato. Al mismo tiempo, se nos ocurre pensar con tristeza, qué hacían unas bellas mujeres posando para un majadero como Pincas, todo talento, pero que tenía salidas extemporáneas como la de aquel día, en la que ofreció como vulgar mercancía a la joven de los cabellos brunos.
Qué magnetismo deberían desprender los genios del arte, para que niñas en lo mejor de su juventud, se desvaneciesen en las catacumbas de las pasiones y de los esplendores perdidos. Ni siquiera abandonaron a sus amados en el nadir de sus carreras, donde la crítica viendo flaquear al ídolo, lo abatía con más encono. Era un pago por sus desplantes pasados, que el afrentado articulista se cobraba con intereses de demora. P. Unamuno firmaba hace unos días un estupendo artículo sobre Caroline, La última musa de Giacometti la prostituta de la que se prendó el gran Alberto Giacometti. En el momento que se conocieron, le triplicaba en edad. ¿Qué le llevó a sentir una pasión desmesurada por un odre viejo? El dio un sentido a su vida. Como cuenta la propia odalisca la primera vez que fue a su estudio, un tropel de bustos y estatuas mudas flanqueaban un largo pasillo, lo que da una idea de las dimensiones del atelier de Giacometti. Y que el arte estuviese por encima de todas las cosas para su amante, tanto que despojada de sus prendas por primera vez, y con la congoja de que les sorprendiese la légitime, Alberto sólo tenía ojos para medir y templar la perspectiva, captar los retazos de su cuerpo que luego plasmaría en lienzo o brotarían de los materiales, que utilizaba para la escultura. Ni un solo instinto libidinoso crispó sus facciones, recuerda la bella Caroline, cuando Alberto se embutía en el mono de artista.
Qué magnetismo deberían desprender los genios del arte, para que niñas en lo mejor de su juventud, se desvaneciesen en las catacumbas de las pasiones y de los esplendores perdidos. Ni siquiera abandonaron a sus amados en el nadir de sus carreras, donde la crítica viendo flaquear al ídolo, lo abatía con más encono. Era un pago por sus desplantes pasados, que el afrentado articulista se cobraba con intereses de demora. P. Unamuno firmaba hace unos días un estupendo artículo sobre Caroline, La última musa de Giacometti la prostituta de la que se prendó el gran Alberto Giacometti. En el momento que se conocieron, le triplicaba en edad. ¿Qué le llevó a sentir una pasión desmesurada por un odre viejo? El dio un sentido a su vida. Como cuenta la propia odalisca la primera vez que fue a su estudio, un tropel de bustos y estatuas mudas flanqueaban un largo pasillo, lo que da una idea de las dimensiones del atelier de Giacometti. Y que el arte estuviese por encima de todas las cosas para su amante, tanto que despojada de sus prendas por primera vez, y con la congoja de que les sorprendiese la légitime, Alberto sólo tenía ojos para medir y templar la perspectiva, captar los retazos de su cuerpo que luego plasmaría en lienzo o brotarían de los materiales, que utilizaba para la escultura. Ni un solo instinto libidinoso crispó sus facciones, recuerda la bella Caroline, cuando Alberto se embutía en el mono de artista.
Pero no siempre fue tan frágil la existencia de las modelos como constata Emma Sanguinetti en su entrada Cosas de mujeres, pues hubo féminas que impusieron su férrea voluntad a los veleidosos varones.
https://arteemmasanguinetti.com/2016/03/11/cosas-de-mujeres/ Valga el inciso para reseñar la labor de Emma, prestidigitadora de las palabras,que se mueve con desenfado por sus párrafos y que nos va desentrañando con mucha pasión los entresijos del mundo del arte. A vuelapluma consignaremos que Emma nos describe en esta publicación los maravillosos derroteros a los que se aferraron el pintor James Abbot Mcneil Whistler y su modelo, Johanna Hiffernan, la mujer de su vida a fin de cuentas. Una historia más convencional que la del trágico pintor Pascin, aunque ella se convirtiese en el reñidero sentimental de Whistler y del famoso Gustave Courbet, hasta el punto que como explica Sanguinetti, los historiadores del arte especulan que el sexo descarnado que aparece en la célebre obra de Courbet, El origen del mundo, perteneciese a Johanna. Whistler y su modelo vivieron más de seis años casados, hasta que el desamor llenó de azogue su relación. Con todo, siguieron teniendo unos vínculos muy estrechos, e incluso,Hiffernan cuidó de algún hijo natural de su siempre amado James Abbot Mcneil.
Podríamos para acabar con este largo post, alegar que en este viaje en el tiempo que emprendimos con las mejores intenciones, no nos topamos con Gil Pender, el idealista personaje de la película de Woody Allen, Midnight in París, interpretado por Owen Wilson, que nació en una época extraña para él, el siglo XXI. Habrá recurrido a otras puertas del tiempo, suponemos ( tampoco hemos visto a ninguno de los agentes del Ministerio del tiempo, ni al socarrón de Einstein, del que dicen que descubrió el misterio de los años y su discurrir, de forma que se encuentra viajando por él eternamente). Por otra parte, nos hemos dejado en el tintero insignes personajes de la noche parisina de la época, como Kiki por la que Man Ray lloró hasta la extenuación tras su muerte. O el dramático final de Pascin, que no borra su legado como majestuoso pintor. Hágannos el favor, admiren sus cuadros en exposiciones, museos y visiten alguna página web donde aparezcan sus obras. Volveremos sobre aquel período pecaminoso, que escandalizó a la clase media de entonces y que en nuestros tiempos, se contempla con un venero diferente. Por supuesto, tendríamos un ramillete extensísimo de grandes mujeres artistas, que dejaremos también para otra ocasión.
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Jean Hebuterne, diosa de Modi, por gentileza de Wikipedia |
Podríamos para acabar con este largo post, alegar que en este viaje en el tiempo que emprendimos con las mejores intenciones, no nos topamos con Gil Pender, el idealista personaje de la película de Woody Allen, Midnight in París, interpretado por Owen Wilson, que nació en una época extraña para él, el siglo XXI. Habrá recurrido a otras puertas del tiempo, suponemos ( tampoco hemos visto a ninguno de los agentes del Ministerio del tiempo, ni al socarrón de Einstein, del que dicen que descubrió el misterio de los años y su discurrir, de forma que se encuentra viajando por él eternamente). Por otra parte, nos hemos dejado en el tintero insignes personajes de la noche parisina de la época, como Kiki por la que Man Ray lloró hasta la extenuación tras su muerte. O el dramático final de Pascin, que no borra su legado como majestuoso pintor. Hágannos el favor, admiren sus cuadros en exposiciones, museos y visiten alguna página web donde aparezcan sus obras. Volveremos sobre aquel período pecaminoso, que escandalizó a la clase media de entonces y que en nuestros tiempos, se contempla con un venero diferente. Por supuesto, tendríamos un ramillete extensísimo de grandes mujeres artistas, que dejaremos también para otra ocasión.
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