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Trilogía tráfico de arte: Palmira y la Valland.


-          ¡Han aceptado nuestra oferta, Philippe!- La inspectora Antoinette Simenon había fruncido el entrecejo , hermosa hasta cuando tenía la mirada dispersa. La joven se había adentrado en la sala, y con desdén fingido, Philippe Pellegrini asintió aprobadoramente. Una virgen gótica que tenía los labios carnosos y unos ligeros ojos verdes, caviló Philippe. La nefelibata de Rubén Darío atinó poco después el inspector, pero cómo dedicarle más que una mirada a hurtadillas. Siquiera pensar en las curvas opulentas de la inspectora Simenon, sería infringir las normas más elementales de trabajo. Así que simplemente le repuso.
-          Estupendo, Antoinette

Al inspector Pellegrini con aire de pendenciero por la bohemia que cultivaba con sus atavíos descuidados y sin embargo, era un tímido recalcitrante, aquella tarde le escocían los ojos. Unas pequeñas lágrimas de emoción le habían empañado la visión bajo la luz cenital de la sala de reuniones. Cuántas horas de desvelo  y estaban ultimando los detalles del operativo policial. Sus compañeros le azuzaron. –¡ Los tenemos, Philippe!- Vociferaban como corifeos irredentos, hasta el revenido Comisario Jefe Martínez, hijo de republicanos españoles y miembros de la resistencia, toda una vida de mala leche o deshojando los días que le restaban para la jubilación, tuvo un asomo de emoción y reconocimiento con él.- Jamás pensé que fuesen a caer, llevaban tanto tiempo operando, Philippe.

-          No lancemos todavía las campanas al vuelo, señor, debemos tener la prueba material. Me voy a dar una vuelta.- Philippe se puso su gabán malogrado y de perdulario. Guiñó un ojo a la etérea Antoinette, a lo que ella respondió con un sonrojo embarazoso.  

-          Váyase, váyase, en media hora nos volvemos a reunir.- Le conminó el Comisario Jefe Martínez

Palmira late pese a todo, sobre un polvorín de inmundicia
Bajó fugazmente por la escalera de caracol de un inquietante edificio parisino. La unidad operaba en un barrio elegante, aunque con la tapadera de un negocio de exportación. El joven policía se fue pensando a la vez que ahumaba su ropa con el cigarrillo que había aflorado en sus labios; iba como loco por la calle debido al estrés acumulado. No era menos cierto que tras unos meses de investigación febril, caería la tramoya de una complejísima red de arte, que había escapado durante décadas de los servicios de inteligencia italianos y vaticanos. “¡ No nos confiemos, no nos confiemos!” se repetía para que la operación no se le aguase por un exceso de confianza. Los hampones de la banda de arte como modus operandi dejaban las obras en la adormidera de los años, cuando de pronto salía a la circulación como era el caso, un maravilloso retablo gótico que blanqueado, podría alcanzar en el mercado la cifra de diez millones de euros. Según las fotografías del dossier, se trataba de una virgen de rostro prerrafaelita, que acunaba primorosamente a un niño Jesús, y a la que se le desvanecían de amor unos ojos líquidos.

Tampoco en aquella red habían escuchado el reclamo del nuevo dorado del expolio. No les hizo salir de su madriguera una Mesopotamia y Sirias sumidas en el caos,  que habían atraído como cantos de sirena a Europa buena parte del material de la denominada cuna de la civilización. Mucho antes que los egipcios, por no hablar de los griegos, la civilización mesopotámica fue una creciente ilusión que inopinadamente se apagó, a pesar de algunos reverberos posteriores dignos de mención, nunca luciría de igual forma. El sueño de juventud de Pellegrini hubiese sido morir como su admirado Khaled al Asaad, el conservador de Palmira, abrazado al objeto de tantos azoramientos, porque renuente se opuso al saqueo de las ruinas perpetrado por los terroristas del Estado Islámico. Los ogros habían troceado la ciudad antigua de forma inmisericorde, pues bajo su pérfida óptica se trataba de material herético y por tanto cumplían como devotos musulmanes al repudiar el arte que corrompía a los creyentes, al mismo tiempo que financiaba a la glorificadora Yihad. Pellegrini no pudo contener el temblor repentino que le sobrevino al recordar al cuerpo mutilado del decapitado Khaled, exhibido en una de esas columnas que tanto amó, sin rastro de compasión.

Pero en realidad quien le había inspirado para asumir el reto profesional de combatir el intrincado tráfico de arte de obras robadas, fue la heroína Rose Valland. Un domingo cualquiera asolados y maulas, la familia tras la sobremesa había cogido demorada la película El Tren John de Frankenheimer, pero al pequeño Philippe se le quedó grabado el papel de Rose Valland que interpretaba Jeanne Moreau ( también le había encandilado la austeridad sombría de un maduro Burt Lancaster, en el rol del ferroviario Labiche, siempre prendido a una colilla humeante en los planos candorosos en blanco y negro). En la versión más moderna, dirigida por George Clooney, aparece una Cate Blanchett beldad telúrica que resiste los embates del tiempo, y que tuvo que disfrazarse de mujer modosita, para acercarse a la verdadera Valland.Sus rasgos comunes, los anteojos daban a la conservadora de arte un aspecto intelectualoide e inmune a cualquier tipo de lujuria, lo que quizá le permitiese pulular alrededor de los expertos de arte nazis, sin levantar muchas sospechas, por su mojigatería (parecía que no hubiese matado a una mosca) . 

Las circunstancias en plena invasión nazi, le situaron en lo que se convertiría en el epicentro del saqueo el Museo Jeu de Paume: la red que actuaba a plena luz del día y con la alevosía de los vencedores, dirigida por especialistas reclutados por el partido para que formasen el comando Rosenberg, que se dedicaría en lo sucesivo a catalogar el ingente patrimonio artístico que fuese aflorando en los países ocupados. El  destino de las obras robadas, entre otros, serían el museo que en los ratos libres pergeñaba Hitler como artista desbaratado, para en su región materna exaltar los valores del arte según el entendimiento nazi,esto es, detestaban las vanguardias. Menos ascos hacía un orondo Göering que se incautaba de todo aquello que tuviese valor. Asimismo como se vigilaban menos las obras de artistas degenerados, el gordinflón evanescente se hizo con una buena porción de ellas. Oculto tras un abrigo de civil – quería darle la menor publicidad posible a sus visitas- se llevaba los lienzos y piezas de arte por centenares, a fin de agrandar su ya de por si enorme colección privada.  
Atardecer de la Concordia, Valland sale del Jeu de Paume.


A fin de cuentas, los invasores alemanes confianzudos valoraban los conocimientos técnicos de Valland, y gracias a su labor sorda  fue posible rescatar más de 60000 obras evaporadas en los territorios ocupados. La joven conservadora anotaba secretamente las obras que primero garabateaba y luego en la penumbra de su pieza descifrará su propia letra, apretujada debido a la premura con la que tomaba notas, para elaborar memorándums muy puntillosos, donde no sólo reseñaba quienes eran los légítimos dueños, sino que con el acceso a los archivos del Comando Rosenberg( en honor del fundador de la Sociedad de Thule e ideólogo del lebensraum), reflejaba en ellos el lugar donde habrían ido a parar las piezas. Guardó las fichas de los especialistas alemanes y con todo detalle, describió la operativa del comando Rosenberg. Duplicó las llaves y se movía como un fantasma en la sombra, pateando las salas y distintos rellanos del Jeu de Paume, siempre en busca de información. Ella seguía ajena con sus cuitas en una batalla que se libraba lejos de los estruendos y centellas del frente. Y Pellegrini pensó que él no llegaría a la categoría de la señorita Valland ni por supuesto a la de Khaled al Asaad,pero que con suerte, iban a desarticular una importante red de tráfico de arte, así que creyó que la conservadora francesa del Jeu de Paume, se habría sentido orgullosa de él. Se desanudó la chalina y subió a pasos agigantados por la artística escalera del edificio donde se alojaba su unidad, para ultimar los detalles del operativo policial. Y esbozó una sonrisa al recordar a Antoinette como una vaporosa bailarina de Degas.

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