De las flacas veredas del Parque de El Capricho, el caminante machadiano o no, adivina las fumarolas que a modo de respiraderos delatan las entrañas del búnker. Heridas subterráneas que sorprenden debido a la premura y a la calidad con la que se construyeron. Nada tendrían que envidiar acorde al juicio más certero de los expertos a las primeras hechuras del Bunker de Berlín, donde Hitler vivió sus últimas y desesperadas horas, y que se comenzó a construir en el mismo año que el nuestro, 1936-1937. Así, mientras discurrimos por la avenida principal, antaño abandonada y escenario de hilarantes películas, llegamos al palacio donde algunos incautos creen observar un movimiento ligero de cortinas, como si una presencia turbadora tirase de ellas. De forma más o menos similar, una crónica de los años 50 poco compasiva con la figura del General Miaja, al que se le presenta como el espectro que puebla un edificio fantasmal, lleno de la murria y del polvo del olvido, alentaba la imaginación de mis hijos hace unas semanas, que están pasando por esa etapa cruel de la infancia, en la que los zombies resultan algo muy gracioso y una de las pocas formas de entretenerles en un entorno histórico.
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Los búnkeres crecieron en Europa en un tiempo tenebroso |
En cualquier caso, en la citada crónica de los años cincuenta se exaltaban los rasgos de batracio del
militar (su fealdad) y su mirada impávida. Todavía no se habían cumplido los
veinticinco años de paz, y los monigotes de la dictadura, escribían pérfidos
artículos antes de que el buenismo oficial del 64 llegase a la España de la
posguerra. Para conocer mejor al general republicano, deberíamos embarcarnos en
cualquier caso en la teoría de la relatividad
de Einstein, con el objeto de viajar unos veinte años atrás de la
crónica literaria del edificio del Capricho, que era por entonces de los Bauer
y entender cuáles fueron las razones por las que se decidió construir el
Búnker, conocido con el nombre en clave de Posición Jaca ( donde se aposentó el
Estado Mayor del Ejército Centro de la
República) Nos apostaremos en este
ejercicio de fantasía en una madrugada de noviembre del 36, cuando las tropas
franquistas acechaban la capital con cuatro puntas de lanza ( las cuatro
famosas columnas y la quinta columna, de la que se derivó la palabra que tuvo
la fortuna de quedarse en el vocabulario universal de la guerra,
quintacolumnista, estaba dentro de la urbe y ayudaría como desafectos a la
República a la toma de Madrid; si somos puristas, tampoco podemos hablar de
régimen republicano en stricto senso).
También observemos que el lema No pasarán, fue acuñado por Petain
y los franceses en la sacralizada Batalla de Verdún, en referencia a
los boches (la toma por parte de los boches de la Fortaleza Douaumont fue
de lo más rocambolesca) . Dejemos que el velo del tiempo corra por nuestros
ojos, y perdón por estas efusiones históricas y mar de acotaciones.
Era
noviembre del 36, el general Miaja, de ojos saltones y con quevedos de gruesos
cristales, tenía los músculos entumecidos
después de una madrugada en vela, con la única perspectiva de unos mapas
y de vez en cuando los guiños cómplices de su mastodóntico ayudante Vicente
Rojo, no por la silueta que parecía la de un alfeñique sino por la
pericia del teniente coronel en los detalles tácticos, que tanto abrumaban al
viejo general. Si movía uno de los banderines buscando donde acometer la
defensa contra las tropas rebeldes como en un movimiento de ajedrez, el
ayudante perspicaz de Miaja se esponjaba en una sonrisa para avanzar con
elegancia que le había cogido en un renuncio. Con un gesto que aguzaba las
arrugas de cansancio, Rojo le indicaba el flanco desprotegido por aquel
movimiento. Aunque el general era más una figura que en sus emisiones de radio
alentaba y se había convertido en el espíritu de la resistencia en la urbe
madrileña, su ayudante corregía aquellos desvaríos en las defensas, que
hubiesen provocado el menor genio táctico de su jefe. Aparte de su gran
relevancia táctica, Rojo tendría un golpe de suerte inefable y que le costó
digerir. Debieron tratar los documentos por si en realidad eran más bien un
señuelo, pero luego de las debidas cautelas del diligente teniente coronel, se
confirmó la autenticidad de la información, que contenían los legajos
incautados en un carro de combate enemigo en la Casa de Campo. Se trataba de
los planes de la ofensiva del ejército franquista. Este hecho de fortuna, sin
duda, permitió reorganizar las defensas para acometer la fiereza de los ataques,
sin distraer recursos en zonas menos necesarias.
A
pesar de las grietas que se vislumbraban, inasequibles al desaliento, tanto
Miaja como Rojo tuvieron el arrojo de sostener la defensa de la capital y
posponer su caída casi tres años. Recordemos que parecía que el mundo se
desmoronaba a sus pies: el Gobierno de la República había partido rumbo a
Valencia por una carretera sombreada de anarquistas, que enojados por la
cobardía derrotista de sus dirigentes, estuvieron a punto de cometer una
escabechina. Entretanto, el General Miaja acudía a la cafeína para no dormirse.
Rozaban el filo de la historia, cuando las tropas franquistas abrieron varias
brechas en las líneas defensivas, y el propio General tuvo que ir pistola en mano,
boca humeante, a contener la hemorragia de deserciones, que estaban arruinando
la contención de las embestidas franquistas como bien nos cuenta Jorge
M. Reverte en su Batalla de Madrid. Tan dolorosa se preveía la caída, que Dolores
Ibarruri redobló esfuerzos, se desdoblaba, no dormía, para conminar
desde los micrófonos de Radio Madrid a que las mujeres
fuesen a reprochar al frente a aquellos hombres cobardes su actitud de
deposición de las armas. Parecía que la profecía del General Mola en cuanto a
que se tomaría un café en la Puerta del Sol o en cualquier calle castiza de Madrid, se
cumpliría en las próximas horas. La propaganda rebelde alentaba a sus tropas con
el billete de tranvía o autobús que era necesario para llegar a la capital española,
por la cercanía que los combatientes atisbaban desde la Casa de Campo. La
silueta de Madrid se podía tocar con las manos, allí estaban aquel cúmulo de
edificios apiñados en la altura. Que el plan final fracasase se pudo deber a
infinidad de cuestiones, que sería complejo abordar aquí. Algunos con
frivolidad histórica proponen que un Franco que creía en la barakah
(suerte en árabe) inclinó la balanza hacia el plan de Varela porque Varelita tenía dicho en roman paladino,
mucha potra.
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Los bombardeos acechaban al Estado Mayor de Miaja |
A
lo que nos atañe de la historia, las autoridades de la Junta de Defensa de Madrid temieron
que en uno de esos movimientos de lanza que estuvieron a punto de romper la
defensa de Madrid, el Estado mayor de la defensa hubiese caído en manos
enemigas, concluyendo por ende la batalla al quedarse la resistencia sin cabeza
y obedecer a impulsos aislados. Por otra parte, los bombardeos incesantes que
llevaron a tomar la decisión de evacuar el Museo del Prado, con el antecedente
del bombardeo del Palacio de Liria también exponían a la mente gris de la defensa
a una catástrofe de probabilidades nada desdeñables ( ver este estupendo link sobre
el tema de una devota del arte, Emma Sanguinetti que además escribe
como los ángeles) Por esta razón, buscaron un emplazamiento alejado del centro
de la ciudad que disimulase la construcción del búnker y no hallaron mejor
lugar que bajo la espesura de los bosquetes románticos de El Capricho. Pintaron
las puertas y las adornaron con relieves de carácter clásico, para ocultar la
función militar que cumplían aquellos portones. Asimismo, el nombre del
conjunto defensivo, Posición Jaca, nos remite a las bellas faldas pirenaicas, por
lo que en el caso de que los servicios de inteligencia del franquismo (SIPM)
diesen con el nombre en algún documento incautado al enemigo, no cayesen en que
se hacía referencia a la madriguera del estado mayor del ejército centro. Eso
sumado a la cercanía al Aeropuerto de Barajas terminaron por decidir a las
autoridades de la Junta de Defensa de Madrid, a elegir este bucólico lugar, que
fue pergeñado por uno de nuestros nobles más derrochadores, el Duque de Osuna,
cuyas disipaciones reflejan tanto Galdós como Valle-Inclán. Un parque para
endulzar los mayores caprichos, como su nombre que no da lugar a equívocos a
este respecto. Si el turista se da una vuelta, que no pierda tampoco la
oportunidad de visitar el Castillo de La Alameda de Osuna, el único que se
conserva en el casco de la ciudad. Quedan retazos y se han erigido lienzos de
muralla para completar lo que había sido. Cerca, un nido de ametralladoras que
formaba parte del conjunto defensivo de la Posición Jaca, con un cañón
antiaéreo, que por supuesto no se encuentra en el lugar que ocupaba en los años
30.
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