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A
mi me parece, Muna, que la película es mejor que la novela. Umberto
Eco se me hace algo tedioso.- Señaló Ontiveros mientras jugaba con sus
dedos amarilleados, a remover el limoncello.
Alzó de nuevo la vista- Fíjate en ese Christian Slater, estupendo actor.-
De pronto se sumió otra vez en un silencio, que todos interpretamos. Si Slater
no se hubiese deslizado por la pendiente más trabucaire, ¡lástima!
-
Pues
yo lo siento, Ontiveros, a mi me gusta más la novela, aunque también la
película me parezca excelente.- Le dije al desgaire, porque era una disputa
eterna en torno al Nombre de la rosa y que salía a la luz, en cuanto hablábamos de
esos mundos conexos, que son el cine y la literatura. También el debate se
había acrecentado por la muerte reciente del escritor italiano.
Aunque enseguida,
me quedé absorto en mis cavilaciones, que hicieron desgajarme de un locuaz
Ontiveros, que tenía brotes de lucidez como el de aquella sobremesa. Su cabeza
llena de bucles y algunas canas, asentía, reía hasta que se levantaba para
gesticular de manera vehemente. Yo entretanto razonaba que había una serie de
filmes y de novelas, donde es difícil salir de la duda, porque las adaptaciones
han sido más que brillantes. A bote pronto, se me ocurrieron la excepcional Noche
del cazador, libro que me estremeció cuando lo leí, y que al repasar la
película, no pude por menos que sorprenderme del malévolo papel de Robert
Mitchum. En la pantalla era una presencia desasosegante, se desdoblaba
y parecía una criatura luciferina, medio cuerdo y medio orate, avezado para hacerse
con el dinero, y con aquellos destellos de unos ojos animales. Sus tatuajes
amor odio nos hacen entornar la vista de la pantalla acobardados y cómo el muy
ladino, va haciendo caer en sus redes de falsedad a una familia inocente. Lo
mismo me ocurre con la omnipresente Matar a un ruiseñor, donde Gregory
Peck borda un inmenso papel con el idealista Atticus Finch. Y qué
decir del Halcón maltés, del
maestro de la novela negra Hammett y cuyo activismo nos hurtó
un gran escritor. En la película actuaban el incombustible Humprey Bogart y Mary
Astor, que dicho sea de paso, tuvo un paso tortuoso del cine mudo al
mundo sonoro. La pobre mujer tenía una voz demasiado hombruna, que llevó a la
Astor a coquetear con el mundo de la música, pero quizá aquel timbre masculino
fuese demasiado chocante en el cine sonoro. En todo caso, fue consonante con el
arquetipo de mujer fatal, frágil y a la vez provista de una dureza, que le
permite surcar un mundo cruel, como el de los hampones y demás habitantes de
baja estofa que pueblan los suburbios del crimen, y salir airosa del trance. Este
estereotipo le volvió a abrir las puertas a lo grande del cine.
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El umbroso mundo de Eco |
La
conversación de todas formas retornó a Umberto Eco, que había fallecido y me
asomé de nuevo a ella. Recordamos otra vez la umbrosa El nombre de la rosa,
seguida por una estela de obras menores, aunque igualmente fascinantes como El
Péndulo de Fouccault, Baodulino y el Cementerio de Praga, en
la que me guiaba mi pasión por Franz Kafka y en general, toda la
literatura checa. El Golem de Meyrink me parece un
relato fascinante y tétrico. Creado para defender a la comunidad judía, la
locura y descontrol de una criatura tan poderosa se vuelve en contra de sus
protegidos. Cuanto menos, tiene unas claras reminiscencias metafóricas, cuando
v.g. algunos servicios de inteligencia se arrogan unas capacidades al margen de
cualquier control y resorte democrático o los superestados protectores y
garantes de un futuro utópico, crean en cambio un infierno de presente. Pero en
aquella ocasión abordé la figura de Eco, desde una perspectiva más íntima, que
es la familiar.
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A
mi me gustó mucho Umberto en La misteriosa llama de la Reina Loana. Eco representa como nadie una especie de memoria de la generación de la
posguerra italiana.- Expliqué a mis queridos contertulios mi sorprendente
perspectiva, que les había dejado boquiabiertos y rebulléndose en sus asientos.
-
¿Cómo
es eso? – En un Varela encorajinado cristalizó la pregunta.
-
Eco
era lo suficientemente joven como para atestiguar el marasmo provocado por el
fascismo y también para conocer sus momentos de gloria.
Por
eso, cuando este autor hizo un ejercicio de memoria interpuesto en su personaje
Yambo
en La misteriosa llama de la Reina Loana, habían aflorado en mi cabeza
infinidad de historias familiares contadas a medias. El recuerdo es a veces muy
doloroso y en cuanto se reduce su filo, se termina por arrumbar. Pero fueron
brotando hilos de mi historia familiar a medida que me embebía en sus páginas.
Como los juegos littores, de los que mi abuelo, camisa negra, fue uno de los organizadores
y que le tuvieron enfrascado en buena parte de su andadura con el partido de
Mussolini. Resumido, viene a ser algo así como que los fascistas italianos se reconocían legatarios de la Antigua Grecia y Roma,
y por ende, querían una especie de juegos olímpicos, plenos de fastuosidad que
llamaron los juegos littores. Este devaneo le costó a Geri, mi abuelo, tener que emigrar a
Argentina, por miedo a las represalias y a pesar de ser sólo un intelectual al servicio del fascismo ( era ingeniero y economista, aparte de un tenor frustrado por las exigencias de un padre de una familia frugal y que no creía en las fantasías del arte). Además emigraron porque Italia era un país devastado, en el que se había
combatido milímetro por milímetro; una ruina todavía
incandescente hasta que llegasen los capitales del Plan Marshall ( recordemos
el desembarco de Anzio y la cruda batalla de Monte Cassino, que convirtió a
tanto patrimonio de la humanidad, en un polvorín donde las bombas
desconsideradas, explotaban sin remilgos de ningún tipo, aventasen o no,
monumentos irrepetibles)
Gracias
a Eco, y a Giambattista Bodoni, Yambo, el protagonista de la novela que rememora
la infancia en su afiebrada lucha contra
el Alzheimer, salieron de la penumbra los relatos de mi azorado padre, que odiaba con razón a
los teutones, y que cada vez que se los mentaba, se le viraba el rostro. Yambo me trae la infamante proclama del Mariscal de campo
Kesselring, cuyo segundo punto hieren los ojos y el alma: “ En aquellas localidades donde resulten
existir bandas armadas se constituirá un porcentaje de rehenes y se pasará por
las armas a los mencionados rehenes cada vez que en las localidades mismas se
produzcan actos de sabotaje” La irrealidad de la barbarie humana cobra
sentido y no es un cuento de maldades increíbles, sacado de la inventiva de mi progenitor, sino
que fue una verdad tan palpable. El mal absoluto existe. También entiendo porque para muchos italianos los americanos son unos libertadores y les defienden en cualquier tesitura.
Por esta novela, a ráfagas,
discurren los tebeos que cautivaron a la generación de la guerra-posguerra, los anuncios que inflamaron la virilidad de aquellos jóvenes gracias a las
elegantes damiselas de los carteles que parecen reproducciones de la
rutilante Zelda, esposa de Scott-Fitzgerald. Vivo asimismo las asechanzas de
los alemanes, y de los americanos, que buscaban también saciar sus ansias de sexo
con las bellas italianas, y cómo por esa razón, a mi abuela la escondieron en un
torreón de la familia que hizo de pajar remoto y de tabla de salvación de
Claudia, que así se llamaba ella( una Zelda más guapa y sofisticada que la original). Era una mujer de belleza
hollywodiense, y un ejemplar que hubiese tentado a cualquier hombre para que cometiese locuras de las que luego se arrepentiría. Poco a poco, la llama que brilla en mis ojos se extingue, como las paletadas que caen sobre una estupenda generación de la guerra y posguerra mundial, que va pereciendo y sobre la que esperemos, no caiga el mando del olvido.
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Agricultor toscano, testigo de una historia estragada. |
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