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Sobre héroes y tumbas. Parte II

Hablábamos hace unos días de nuestros héroes de papel del S. XVI, ratones de universidad y algunos vaticanistas, que rehuyeron de las explicaciones sencillas, a fin de comprender fenómenos complejos como La revolución de los precios y la variabilidad de los tipos de cambio – también fluctuaban y desconcertaban en los confesionarios, donde atribuían estas oscilaciones a la avaricia humana. Sin los instrumentos ni el aparato matemático del que gozan los modernos economistas, es como si hubiesen escarbado en un penoso túnel y hubiesen hallado un fanal de luz portentosa. Azuzados no es menos cierto, por sus feligreses, que  se azoraban y azoraban a sus confesores sobre la conveniencia de subir los precios del bien con el que comerciaban. Recordemos la doctrina del justiprecio que había asentado Santo Tomás de Aquino en  la idea de Aristóteles del cambio justo, que tenía lugar si había una igualación en los intereses de los compradores y vendedores. Pero a fin de entender más el espíritu de la época, deberíamos hurgar todavía un poco más en ella y en sus instituciones. ¿Cuándo hablamos de tipo de cambio, nos referimos a un verdadero sistema monetario, donde cotizan las diversas monedas?

Sí, así es. En las distintas ferias de comercio que recorrían una incipiente Europa, y que vertebraron un sistema financiero y de pagos, cotizaban las distintas monedas. Aquéllas tenían un valor facial, que ponía el monarca o la autoridad, amén de un valor intrínseco, dependiendo de la cantidad de metal, con la que se acuñase el numerario.  Por lo cual, un comerciante podría pedir prestado peculio en Flandes para llevar a cabo sus compras en dicho lugar, y se comprometía a devolverlo, normalmente dos ferias más tarde en el calendario rotatorio europeo. Según qué plaza,  la cuantía a reintegrar era bastante superior, sobre todo en territorio español, por ejemplo  en la feria de Medina del Campo. Estas tasas de cambio variaban frecuentemente porque estuvieron sujetas al shock de las remesas americanas, que aumentaban la cantidad de dinero en términos relativos en la península frente a Flandes, por lo que lejos de pecar, como intuyeron atinadamente los teólogos de la Escuela de Salamanca, el valor del dinero descendía allí donde era más abundante, elevando los precios y los tipos de cambio. Domingo Soto lo explica muy bien en este extracto.

En cualquier momento (dice él) en que hay escasez de dinero en Flandes debido a la guerra u otras causas, un mercader que quiere enviar dinero desde España a Flandes debe pagar un precio por hacerlo, mientras que si paga dinero en Flandes para su cobro en Medina no solamente no le cuesta nada,sino que de hecho gana más de acuerdo de lo que pierde cuando paga dinero en España y lo cobra en Flandes(Grice-Hutchinson, 2005)

En suma, los comerciantes que acudían a los confesionarios temerosos, por si detrás del cobro de unas cantidades mayores de dinero en las ferias españolas, subyacía una práctica de usura y por ende, se derivaría su condena eterna, podrían estar en paz con Dios gracias a la doctrina que estos peritos escolásticos, coligieron del análisis del fenómeno.  Antes, por supuesto, que el francés Juan Bodino, bosquejaron el teorema de que la cantidad de dinero influyó en la elevación de los precios y  en la volatilidad de los tipos de cambio, por lo que de un plumazo habían advertido las relaciones causales de la teoría cuantitativa de Fisher y de la paridad del poder adquisitivo del sueco Cassel. Grice- Hutchinson da una vuelta de tuerca más en su estudio, y propone que los epígonos de Francisco de Vitoria, mientras indagaban sobre la naturaleza del justiprecio, que tantas alteraciones experimentaba con la plata de Potosí, llegaron a la conclusión de que los intercambios se producen no como aventuraban Aristóteles y Santo Tomás de Aquino por la igualación, sino por la desigual, diferente y subjetiva apreciación, que acerca de los bienes objeto de la transacción, tenían las dos partes de la operación. Se habían adelantado varios siglos a Walras, Jevons y sobre todo Menger, cuando enunciaron la idea de subjetividad de la utilidad, aunque los salmantinos, no refirieron nada de la marginalidad.
 
La moneda y el valor

Respecto a  las disquisiciones  que acerca de la esquiva eternidad nos ocuparon, y en nuestro post también perezosa, puesto que a estos doctos teólogos el reconocimiento les llegó muchos siglos después, apuntamos lo siguiente. Sus manuales referentes a temas  de moralidad y de comercio, no tuvieron una amplia difusión en la época, como la obra más leída de Tomás de Mercado, Suma de tratos y contratos; ni siquiera fueron recibidos con laureles por los monarcas, cosa que ocurrió con los arbitristas, diana de muchas chanzas en la literatura económica y en la no económica desde luego, aunque un análisis más detenido de su legado hubiese significado que sus hipótesis de trabajo  no fueron tan descabelladas y que los españoles llevamos a un arbitrista revoloteando sobre nuestras cabezas. ¿Quién no ha dicho que faltan o sobran funcionarios, en las encendidas tertulias en las que arreglamos con cuatro berridos extemporáneos, los males del país derivados de la crisis?

A vuelapluma, digamos de los arbitristas, que en una España del S. XVI, estancada en el ámbito económico, dictaban arbitrios que buscaban conducir al país a mejoras en su gestión. Porque a pesar del aluvión de metales preciosos que anegaban nuestros puertos y Sevilla, nuestro país experimentó severos problemas económicos y de Hacienda (el estado de guerra casi continuo de los Austrias y la maldición del oro, no sólo llenó de telarañas las arcas reales sino que las tiñó de rojo). El propio Gresham se sorprendió en una visita a España (s. XVI) de la escasez de  numerario que evidenció en Sevilla, cuando realizaba transacciones y negocios propios. Una circunstancia inexplicable, pero que daría pie a otro post. Los Austrias incautaron grandes sumas a los banqueros y cambistas, lo que llevaba asociados muchos efectos perversos y así entra dentro de la lógica, que los capitales enseguida se movilizasen pese a que las operaciones no tuviesen a priori un buen marchamo. Mejor una inversión dudosa, a que la corona te incaute los caudales a cambio de una promesa vaga, demasiado vaga de pago, dado que sus finanzas se agravaban en una espiral interminable.


Recapitulando, los arbitristas proponían arbitrios en este entorno de economía constreñida. Si de este arbitrio se derivaba una ganancia para el reino, el arbitrista obtendría un beneficio como recompensa. En este punto, nos viene a la memoria el retrato descarnado que de los arbitristas lleva a cabo un socarrón Quevedo en El Buscón- menuda obra maestra a edad tan tierna, - A la estela del Buscón se le suma un arbitrista, muy pagado de sí mismo, al que se le ocurre que al Monarca se le borrarían todos los quebraderos de cabeza en la toma de Ostende, si con unas esponjas gigantes se secase la zona costera. ¿A quién nos recordarían los arbitristas de Quevedo? A un delirante Krugman que propone una invasión alienígena como un tonificante para las economías en crisis. Un último inciso, Max Weber, conocedor de la existencia de los escolásticos españoles cae en su telaraña de prejuicios, para desestimar que las apolilladas sotanas y sobre todo catolicísimas, produjesen muchos siglos antes estas ideas con las que vislumbraron relaciones causales muy complejas. Hasta los eruditos son muchas veces presos de sus ideas preconcebidas. 

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