No
se nos escapan las hazañas de los héroes patrios, hábiles con el florete y el
arcabuz, y que sembraron el terror allá por donde desplegaron sus briosas
oriflamas. A los niños holandeses y belgas les causa pavor su particular hombre
del saco: “Acuéstate, que viene el Duque de
Alba” musitan sus padres con gesto cansino, mientras anhelan el mullido
colchón y el duque se convierte en un inesperado aliado de sus desvelos. Estereotipos
que ha explotado el algunas veces excesivo Pérez
Reverte, para crear su criatura más famosa, el Capitán Alatriste, compendio de todas aquellos valores con
claros dejos belísonos. En cualquier caso, parecen personajes de otros tiempos,
cautivos de la violencia más vehemente, y que la estólida moda de lo
políticamente correcto, ha postergado (en otro post hablaremos de los daños que
produce en la educación el corsé de lo políticamente correcto). Lo peor es que
esta desidia ha sepultado la historia americana, sin la que huelga decir, es
imposible comprender nuestra historia. Sin embargo, más acordes con nuestros
espíritus templados, son aquellos
escolásticos tardíos de La Escuela de
Salamanca, que rescató del ostracismo una alumna británica, Marjorie Grice-Hutchinson. Nos interesan
en este caso sus aportaciones al estudio de la economía, porque fueron apadrinados
por Francisco de Vitoria en su filón
inicial, a quien se considera no en vano, fundador del Derecho Internacional y
uno de los luchadores más preclaros por los derechos de los indígenas como
súbditos de la Corona española.
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Perspectiva aérea de la Catedral de Salamanca |
Así
escribíamos en un anterior post, que la
inmortalidad es bastante veleidosa. Hasta que una joven escuálida inglesa,
ávida de aprender y muy hábil con las lenguas – en nuestro caso el latín- no le presentó este estudio a Hayek, figuras como Martín Azpilcueta, Hernando de Soto y un largo etcétera hubiesen continuado en el limbo del siglo
XVI. Es verdad que Larraz, famoso economista español del siglo XX había puesto sus
ojos en ellos, pero fue Hutchinson quien hace circular en el mundo sajón, la
existencia de una escuela que había adelantado a Bodino, en la formulación de una teoría cuantitativa. El sabio Schumpeter, conocido por el papel que
concede a la espiral creativo destructiva y a la figura del empresario en las
economías modernas, creyó que hablar de teoría era un exceso, pues estos religiosos
fiaron todo a la intuición, por lo que cabría más decir, que postularon algo
así como un teorema de la cantidad. Casi tanto, como la aseveración de Hutchinson
en cuanto a que aquel grupo disperso de monjes se ciñesen a una Escuela o
corriente, cosa que Joseph Alois
Schumpeter, asimismo niega. A favor de nuestros héroes juega el
conocimiento del latín de Grice- Hutchinson, además de que la espigada
británica buceó por las fuentes y en las disputas escolásticas, que guardan
muchos misterios en su seno.
Por
descontado a estos teólogos de la Iglesia Católica les azoraba más que la
urdimbre de laboriosas teorías económicas, la posibilidad de salvar las almas
de sus feligreses que dedicados a los menesteres del comercio, pudiesen
incurrir en pecado en el que no cupiese salvación alguna. Nos encontramos con
una Europa, que condenaba como usura cualquier
préstamo que generase una remuneración de tipos de interés: el dinero no podía
producir dinero. Pesaba la doctrina del Doctor Angélico, Santo Tomás, mucho más
que un intérprete de Aristóteles. Curiosamente, esta prohibición desarrolló la
ingeniería financiera en pleno siglo XVI, con una sofisticación que nos
llegaría a sorprender. V.g. los préstamos se camuflaron bajo operaciones como
la mohatra, que era una venta con
operación de recompra pactada, tras la cual, en realidad, los interesados escondían
el cobro de intereses en el desigual precio de la venta y posterior compra.
No
debemos obviar tampoco en nuestro afán de entender el siglo XVI, el estudio de
Hamilton, que achaca La revolución de los precios que tanto trastocó a la
economía española y escandalizó a los clérigos de la época, a la afluencia de
la plata y oro americana. No obstante, el estudioso moderno se frotará los ojos
incrédulo cuando entregado a la obra del economista estadounidense El
tesoro americano y la revolución de los precios en España, 1501-1650,
haga cuentas con todas las prevenciones y se percate de que hablamos de revolución
de precios con una inflación anual media, que no sobrepasó el 2%. Una evolución
de los precios que consideramos exigua en un entorno como el nuestro.
Con todo, en el Medioevo imperó
la escasez de metal, y se caracterizó por ser claramente deflacionario hasta la
llegada de las remesas americanas. Incluso este problema se vio agravado cuando
China renunció al papel moneda a finales del siglo XV y retornó al patrón
metálico de la plata – son ellos los que inventaron, como sociedad muy
sofisticada, el dinero fiduciario-. Es por eso, que no nos deba
extrañar que el incremento del 2% escandalizase a la sociedad europea de los siglos XVI y
XVII. Reverendos como Tomás de Mercado, culpaban de los incrementos de los
precios no sólo a la mala praxis de los comerciantes, sino al interés cobrado
en los préstamos por los cambistas, que se seguían cargando contra la voluntad
de Dios. ¿Por qué variaban entonces tanto los tipos de cambio si no es por la
impudicia de una Europa mercantilista? ¿Y a qué obedecían las incesantes
subidas de precios? Para mayor abundamiento, se asociaban estas prácticas a los
israelitas, que sólo estaban excluidos de la pena infernal si la remuneración a
los créditos tenía lugar con una contraparte gentil, lo que acrecentaba el
encono que todo lo judío provocaba en las sociedades medievales. Hemos dibujado
el entorno de precios desbocados en la mentalidad de la época. Aquí nos
quedamos hoy. En otro post seguiremos desarrollando este entorno para entender
mejor la aportación de nuestros sabios héroes. Sobre todo el sistema de ferias
que hacían el papel de cámaras de compensación y de sistema financiero. Como es un tema prosaico, esperaremos unos post, a retornar a las cuestiones monetarias, que sólo entretienen cuando el vil metal se echa en falta.
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