El rey de Esparta crispó sus manos lancinadas
por numerosos cortes y magulladuras, que eran en realidad, el fiel reflejo de
la crudeza de la última batalla. Enfrente, la marea de caras acartonadas
de hoplitas y pelstatas lacedemonios, que observaba atentamente el hilo de
respiración acezante del monarca. Debido al polvo, Arquídamo tosía
frecuentemente, pero les iba a hablar
cuando la moral flaqueaba y la infantería ligera tanto como pesada, se
arracimaba en torno a él. Echaban de menos a sus familias, por lo que el tiempo
que pasaban fuera de sus casas arrasando el Ática con el fin de que el enemigo ateniense saliese de la madriguera, se les había hecho una eternidad. Tampoco por un
peculio ajustado, más por su afán de contribuir a la comunidad; el salario se
convertía en un sustento magro para todas las calamidades que conllevaba una
larga guerra de desgaste y sólo el saqueo les permitía resarcirse
económicamente de sus actividades ordinarias, que no de las penurias de la campaña.
Como casi todas las afrentas bélicas, la
esperanza del soldado estribaba en su pronto fin. Por todas aquellas razones,
miraban exangües, sin un átomo de energía, a un rey justo que aun cuando se
hubiese opuesto a la guerra, defendería delante de sus hombres la necesidad de
mantenerla, muy a su pesar. Su voz brotó grave. Él como cualquier militar había
mirado de cerca a la guerra, y no le gustaba. Por su arbitrariedad e
injusticia, porque costaba generaciones enteras resarcirse de las parcas que
acarreaba. ¿Cuántos hijos crecerían sin sus padres? Y el hambre correría
como un reguero por el Ática. Asimismo le reconcomía por dentro el misterio de que
muchos de sus infantes muriesen en la próxima batalla. Se convertirían en
guiñapos inarticulados sin un ápice de vida. No hay nada más extraño que cuando
la vida se evaporaba en unos ojos y dejaba lívidos los rostros, un instante atrás
animosos. Aunque ellos le seguirían adonde les condujese. ¡Cuánto amaba a sus
hombres! Arquídamo con su discurso mesurado y justo, había erizado una vez más
la piel de sus soldados.
El historiador Tucídides, contemporáneo de
las guerras, hace un relato desapasionado y cargado de realismo de Las guerras
del Peloponeso. Menos conocido que el fantasioso Herodoto, que apelaba frecuentemente a la épica para ensalzar a los héroes griegos, no en vano, algún
historiador comparó sus crónicas con cómics, Tucídides inauguró un
historicismo donde los hechos y las fuentes constituyen pilares irrenunciables.
Lejos quedan las apelaciones a los Dioses, que para muchos autores contemporáneos
era un recurso frecuente y a la sazón de sus lectores. Por otra parte, la
traducción de Gredos, la más difundida, tiene un alto valor simbólico, aunque algunos expertos
señalen que adolece de muchas lagunas. De hecho, esas mismas palabras fueron
leídas por el ardoroso Carlos I en su tienda de campaña. En el caso de
Arquídamo muy lejos de las imágenes férreas, Tucídides le presenta como un
hombre arrastrado por las circunstancias, a un conflicto bélico que no le gusta. Aunque
sobre todo, resalta el hecho de que a pesar de odiar la violencia
indiscriminada que conlleva, no rehúye de su responsabilidad y cuenta toda la
realidad a sus hombres tanto como la inevitabilidad de su sacrificio. Sin embozos.
Fue entonces cuando el círculo de
economistas, una tertulia de verdaderos cormoranes viejunos a la que suelo
asistir cuando las circunstancias me lo permiten, tal vez anacrónicos por su amor al clasicismo,
echaron de menos a un Arquídamo que hubiese contado la verdad de la crisis económica
que todavía nos asola. Todos temerosos, en mayor o menor medida, decidieron
ocultar la realidad por mero cálculo electoral. Alfredo, al que le encantan los
juegos de paralelismos, orondo y con las flatulencias a flor de piel, opina muy
al contrario que en realidad el problema de España estriba en que no cuenta con
verdaderos hoplitas y pelstatas que se hiciesen cargo de una situación dramática. Podrían haber surgido centenares de Arquídamos que no les hubiésemos escuchado. Yo pienso que en el término medio se encuentra la virtud, pero también comparto el punto de vista orteguiano de Alfredo. El ciudadano deja de ejercer sus libertades y entender su entorno de circunstancias,porque cree que el paraguas del estado le protegerá de cualquier contrariedad. Es muy grato oír cantos
de sirena, que hablan de que la crisis tendría una pronta solución gastando más
dinero (Stiglitz, Krugman y todo el hato de voces neokeynesianas). Curiosamente queremos repetir lo mismos errores que nos entramaron en esta crisis. Hasta el
momento, dichas políticas se han revelado al cabo del tiempo, como una Caja de
Pandora. Ni siquiera la prognosis del precio del petróleo y sus efectos sobre
la inflación que se toman en una vía determinista, abrigan buenos análisis. La subida de precios en cualquier caso, es siempre una buena senda para la economía, no puede haber deflación de costes en nuestra dogmática y esquemática forma de entender la ciencia triste .
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Delfos y la incertidumbre, pitias y sibilas. |
Pero retornando a las Guerras del
Peloponeso, también resulta excelente la lectura del estudioso Donald Kagan.
Popper cree que en las ideas de Platón subyacen ideas totalitarias y una
concepción elitista del poder. El marco de análisis de Popper y lejos de mi
intención enmendarlo en su apreciación, es una Europa convulsionada por los
totalitarismos de diversa índole ideológica, pero muy cercanos en sus
presupuestos contra el individuo. Platón reivindica una mayor especialización y
advierte de los males de la política asamblearia; aboga por instituciones más
representativas, y en las que el representante cuente con alguna experiencia-sabiduría para tomar decisiones. Sus guardianes es verdad que inspiraron los aparatos sólidos de partidos totalitarios como el nazi y el leninista, donde una élite, los cerdos de Orwell, dictaba lo que había que hacer a la masa. No discuto lo que dice en este sentido Popper sobre Platón, aunque más que las ideas del filósofo, si se entresacan algunas críticas a la democracia, es su aplicación rayana con el fanatismo lo que alumbra a monstruos totalitarios. Si encontrásemos un equilibrio, ahí estriba el quid de la cuestión. Yo creo en una democracia representativa, en la que nuestros representantes más que dedicarse o establecerse en comuna, deben tener una experiencia y una sabiduría en los temas que van a tomar en consideración. Ello no excluye ni fomenta una democracia contemplativa, pero sin desmesuras como las asambleas, que en algunas ocasiones parecía que habían sustituido al parlamento en España, al que se le llegó a contemplar como un mero formalismo (son totalitarios los que conciben este modo de entender la política, si no controlo las instituciones, éstas no me valen). Así, la democracia real estaba en las calles casi resuena a todo el poder a los soviets que reclamó un Lenín en el cenit de su poder.
Incluso, la obra de Tucídides inspiró a Tolkien, que conmocionado por la
cruenta II Guerra Mundial, creyó en una especie de suerte cíclica en el
discurrir histórico. Es la famosa teoría del péndulo, que regresa a sus
comienzos y que repite los mismos conflictos entre el bien y el mal, encarnados
por personas diferentes. Y al lector, como es
mi caso, por mi hato de experiencias, nos sorprende el trato de Tucídides a un enemigo, él era un ateniense, pues realiza un
retrato de Arquidamo, valorado por sus adversarios y sobre todo por sus hombres, a
los que sí hubiese pedido cruzar la laguna Estigia con Caronte, no se habrían
abismado en excusas. Otro día definiremos más las ligas que se enfrentaron en la contienda, más parangones históricos, que personajes ilustres que escribieron la historia, vislumbraron en las crónicas del historiador ateniense.
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