Dentro del victimario de las
religiones y de la educación aplicadas con rigor acerbo, se nos aparece la
conciencia de uno de los directores de cine más reconocidos de todos los
tiempos, Ingmar Bergman, al que se le inculcaron valores de un protestantismo a
ultranza, desde la rectoría que regentaba su propio padre, y que tuvieron un
poso innegable en toda su obra (más reconocible en Fanny y Alexander, con uno de sus personajes como alter ego, igual
que en Fellini es fácilmente
reconocible su “yo en la pantalla” en
Amarcord). Entrevero con gozo las
reflexiones del cineasta, que se producen a saltos en su libro de memorias La Linterna Mágica (Editorial Tusquets,
1995) y las últimas bocanadas de un
café que expira en la taza, tras unos tragos placenteros. Trato de no manchar
sus hojas amarillentas, de libro apartado y olvidado en los anaqueles de una
biblioteca, que es lo de menos. Su narración orilla el pasado de sus años mozos y se torna a la edad
adulta a fogonazos, con los cuales disfrutarán más aquéllos, que no nos
contamos entre su legión de estudiosos.
De forma que las páginas se tiñen con
el desconsuelo que le provocaron los embates de la Hacienda Pública sueca, que
le llevaron a renunciar algunos años a su país , cosmos íntimo en definitiva de sus mejores
obras cinematográficas. Esta circunstancia le abriría otras puertas pero
también una herida difícil de curar, contra el fementido aparato burocrático y
sus intereses, en el más puro sentido kafkiano. Tampoco quedan exentas de la
pluma de Ingmar, amable al lector, las
rebatiñas de la profesión con los críticos. En un primer instante, cuando
todavía cándido en la profesión, algunas figuras del periodismo le despiertan
una admiración sincera. Luego los mitos se diluirán en los plumillas malévolos
que persiguen con saña la mente y el
cuerpo de los artistas; quizá debido a su modo de inmiscuirse en la vida de los
demás, atacando parejas o gorduras, Bergman les desee purgar su mala conciencia
en el averno, leyendo eternamente sus propias críticas.
La labor de director de teatro también
queda estupendamente retratada y hace una semblanza minuciosa de todos los
vericuetos, por los que discurre la vida de los escenarios. El lector adivinará
la ansiedad que se dibuja en el rostro del dramaturgo por el estreno inminente,
sus anhelos y afán de perfección, pero a medida que gana experiencia, en Ingmar aflorará
más la mano izquierda que el control manu
militari sobre el elenco de artistas. En su empeño como director de cine,
brillan los pasajes como la extraña comunión de los rodajes que comienzan en
una luna miel, que deviene en hiel, hasta que la nostalgia de los últimos días
lima las asperezas surgidas en el trabajo titánico de filmar. Bergman rememora
la escena final de Dolce Vita, en la
que la diosa nórdica Anita Ekberg
como le contó su amigo Fellini, acaba aferrándose al volante del coche. El
equipo de rodaje compuesto por infinidad de trotamundos jamás se volvería a
reunir, y la sensible Ekberg, de curvas voluptuosas, fue consciente en aquella ocasión de la
realidad ambulante de su profesión.
Es curiosa su forma de afrontar sus
primeros ensayos, donde lo fía todo a la inspiración y cómo va aprendiendo pese a su
ego desmedido de los grandes de la escena sueca. La improvisación a menos que
se quiera incurrir en la anarquía, requiere de un buen trabajo previo, de dibujos
de la escena o storyboard que en un principio Bergman rechaza, y que no son
ningún corsé, sino el límite para que lo que se quiera contar, no pierda
coherencia. Otro atractivo para los adictos a la nostalgia, son las secuencias de las memorias en las
que aparecen los artistas más reconocidos: Ingrid Bergman estrella otoñal con
tres Oscar y a la que el maldito cáncer de pecho avinagra el carácter durante el
rodaje de Sonatas de otoño; el titánico Chaplin que revela cómo se produjo su
salto al estrellato; el metódico Laurence Olivier y una galería de actores de
la gran escena sueca.
Por otra parte, en
las memorias late la influencia tan importante de las dos figuras paternas, una
marcada por la severidad, el padre pastor y la otra, la de la madre, en la que el
genio del celuloide encontró la dulzura y la necesidad de cariño de la infancia.
No fue suficiente porque el propio cineasta llega a verse a sí mismo como una
cáscara vacía que busca el resto de su vida pasiones, que no le condenen a la
molicie - él lo achaca al vacío familiar-. Nos encontramos entonces con el
Bergman para el que el alcohol y el amor aunque fugaz, se convierten en un
bálsamo. ¡Qué importante es la familia en la formación de nuestra personalidad!
Y aquí, una última reflexión, ¿hubiésemos disfrutado del Séptimo Sello, Sonata
de Otoño si el hermano de Ingmar no hubiese aceptado el trueque de cien
soldados de plomo por el cinematógrafo?¿Habríamos tenido un genial estratega militar
en lugar de un fabuloso director de cine? El azar a veces nos hace guiños para
que la realidad sea como es.
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