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Juventud sin Dios, de Horváth

    Año 1938. Telón de fondo, un París de cielo volátil. Las nubes apeñuscadas, descargan una tormenta repentina sobre los Campos Elíseos. ¡Ábrase el telón de esta ópera bufa que es la vida! U n  rayo ignoto, así fue su vida. Luego una rama que le alcanzó en la cabeza en plena tormenta, y ahí yacía, exánime, como un bulto desmadejado, la camisa con los botones que un galeno le había arrancado, con el objeto de reanimarlo en vano. Cuando llegaron los periodistas a los Campos Elíseos, donde tuvo lugar la tragedia, propalaron ecos en el aire. No en vano, los sucesos eran de las piezas periodísticas más codiciadas por los lectores parisinos. La víctima era un conocido dramaturgo  se resabió uno de ellos, con más pinta de vagabundo que de reportero.  Farfulló algo en alemán, lo que despertó las sospechas de los concurrentes. La tensión con los boches se cortaba en el aire de cualquier conversación, hasta que surgía el irredentismo entre los propios franceses, que quizá se odiaran más íntima
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Dámaso Alonso, viajero de la historia

  E n los vórtices recónditos de la historia, caminó en solitario. Un joven que había recibido el premio extraordinario de su instituto y al que sus retinas entretejían no más que brumas. Su madre, paciente, más hermosa que él, que fue consciente que la donosura de ella se la había negado Dios a su hijo, le recitaba todas las lecciones. Y gracias a esa voz, descolló una memoria que resultó prodigiosa. A Dámaso Alonso se le daban especialmente bien los números, y la lengua. Lo primero, por su mentalidad cartesiana. Vectores que crecían para hallar mentalmente el kern de aquel espacio, en el que flotaba su mente.   El maestro Dámaso Alonso.  Ese niño en el presente adulto, recordaba con pulcritud cualquier sonido de aquellas gélidas tardes de invierno, consumidos los dos cuerpos, casi en la molicie. El brasero despedía un calor agradable, un tanto narcótico. Las piezas no estaban tan iluminadas como en nuestros tiempos, de ahí la pesada penumbra que los envolvía. Algunos recelaban de

Lorca y la muerte viajera

  E l poeta se sentó en un banco de la estación de tren de Atocha. Normalmente bulliciosa, aquella mañana se arracimaban algunas siluetas, que cuchicheaban en voz baja las noticias trágicas, que habían acaecido durante el fin de semana. La muerte del diputado José Calvo Sotelo , a sangre fría. - ¡Esto es la guerra! No hay solución.  - ¡Qué agorero eres, Manuel! - Le repuso una mujer lozana, de cutis brillante, al portador de opiniones  funestas . Lo malo era que Federico García Lorca   pensaba igual que aquel gafe.  Se sintió desfallecido por dentro, n o le quedaba más que  huir del rumor de dejos belísonos, reconcomido por los miedos y aquella canícula,  a  las aguas más quietas de Granada. Algunos flashes, de lo que le había costado conquistar aquella ciudad, como el " trío de los putrefactos ", que conformó con Salvador Dalí y Luis Buñuel en La Resi . Años lejanos y en los que todo les parecía caduco como reverbero de vanguardias europeas. Por eso, la Madrid provinciana

Millikan, la bomba atómica, Oppenheimer y otro macguffin de Hitchcock.

  ¿A quién se le ocurre tener manía a los huevos? Una conversación esperpéntica que había empezado por aquel tema culinario. El científico tamborileó con los dedos en la mesa de su gabinete, repleta de farallones de papel. Más nervios. No en vano, el director de su instituto, el Caltech, promovía la colaboración con los grandes estudios cinematográficos, puesto que podía servir a los fines de recabar la financiación necesaria de proyectos de investigación  costosos. No olvidemos que l a ciencia era la hermana pobre de los presupuestos hasta que el Informe Maud , Fermi , Einstein, y otras vedettes de la física convencieron al Presidente de los EEUU de la urgencia de adelantarse a los nazis en la fabricación de la bomba atómica.  El gran director británico.  Por eso, cuando le sugirieron al profesor  Robert Andrews Millikan,  que la alunada troupe de Los Ángeles, querría documentarse para un filme, nunca habría imaginado que le preguntasen sobre aquel proyecto ultrasecreto. Fue a desc

Tallulah Bankhead, heroína antiwoke.

H abía enchufado la radio, giré el dial y me encontré con una voz profunda y conocida. Tenía el olor a serrín propio de los estudios cinematográficos en la punta de la nariz, mi ropa caliente.  Agotado, me resultaba empero imposible no sonreír con aquella voz de la radio, una vieja amiga, la voz de la señorita Bankhead. Porque Tallulah llevaba pantalones, y cómo los llevaba. Era un John Barrymore pero en femenino seductor. Antológicos sus exabruptos en los lugares más inapropiados. En otro momento, unos tramoyistas que la silbaron en la distancia, y ella que venía del fango, les premió con una sonrisa luminosa. Tan ruda como los operarios, se encontraba más a gusto rodeada de monos azules lanzándole piropos a discreción, que en las fiestas de Hollywood, donde temieron sus andanadas por proverbiales.  Bankhead, una actriz con personalidad propia. - La hipocresía es como el aceite que engrasa las relaciones sociales. - Pontificó un reportero del Motion Picture . - Pero Tallulah Bankhead