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Nemirovsky, el ballet en la literatura


Hoy hablaremos de una joven judía pudorosa e imbuida de soledad por un padre en constantes periplos de negocios, que escribía y que además jugaba a crear mundos y personajes imaginarios a partir de chácharas, que escuchaba a su alrededor. Con una formación exquisita que incluía la música y el baile, no es de extrañar que su prosa destile veneros tan elegantes ( sus borradores son como partituras de música). Sin embargo, los complejos propios y tenerse por tan poca cosa, siempre hizo minusvalorar su capacidad literaria. Quizá influyese el hecho de que nunca gozó del cariño de una madre que se marchitaba y que quería vencer al cruel paso del tiempo con cremas y cuidados incesantes, que le apartaban de sus hijas (este personaje rebrotará en varias de sus novelas pero con más crudeza en la fabulosa El vino de la soledad , donde su protagonista, creemos que un trasunto de la propia escritora, titubeará de dolor al pronunciar las dos silabas que nos emocionan al resto de la humanidad: ma-má).



Nemirovsky vivió en el loco París de los Veinte en el
que se querían restañar  las heridas de la Gran Guerra,
con el desenfreno y el amor como elixir nada pudoroso.
(Gentileza de Pixabay)

Así que esta muchacha, Irene Nemirovksy, decide enviar un manuscrito tan sólo informando de un apartado de correos, en realidad poco conocía de las entrañas del mundo editorial,  plagado de arcanos. David Golder era para ella una "novelita" sin pretensiones que había rematado en sus escapadas solitarias por la mansión familiar. Pero imaginemos la torpeza, y al editor Bernard Grasset que entusiasmado con el inaudito y trepidante comienzo de la novela, que le ha llegado en un sobre lacrado , y que se va ensimismando cada vez más enardecido por su desarrollo, hasta que despierta a una triste realidad. Aquella maravilla no podrá ser publicada, salvo que logre recabar más datos de su autor ¿Qué hacer entonces? ¿Sólo tenía un frío apartado de correos, que se podría consultar al cabo de unos meses? Esa pieza maestra era oro en sus manos, aunque no lo puediese hacer efectivo. Rumió con desespero diversas soluciones, a cada cual más inverosímil - y si fuese preguntando por los cenáculos literarios, porque es larga la tradición en la literatura de todos los tiempos las malas pasadas que han jugado semejantes despistes (1)-  pero sonaron súbitamente las zampoñas de la inspiración. 


Nemirovsky había alumbrado con escasos 25 años, 
toda una novela de madurez, David Golder
Publicaría un anuncio breve, en el que requeriría al escritor misterioso que se presentase en sus oficinas. Grasset una vez publicado el suelto, comenzó a imaginar a un autor maduro, quizá algo despistado, y que presuroso por llevar a galeradas aquel maravilloso borrador, se olvidó de lo más importante, decir ¿quién coño era?. Él supuso que tendría barba, entrecano, algo panzudo, puesto que tenía mundología por las tramas económicas y petroleras que se urdían con sumo deleite para Grasset. Vamos, un patriarca francés, al estilo de Henry Matisse que tanto cautivaba en la época en el hogar de los Stein para desesperanza del egocéntrico y genial Pablo Picasso. Junto a una viveza y belleza en la prosa que convertía a aquel manuscrito - cómo se llamaba se preguntó azorado el propio Grasset, mientras fumaba en pipa y recreaba cómo podría ser aquel encuentro con el autor desconocido. "David Golder" se percató por fin.


Por lo que la sorpresa fue morrocotuda cuando se topó en su despacho con una joven tímida, de un lenguaje sin esdrújulas y que apenas se atrevía a esbozar algunas frases. Suponía que le había causado impresión ver a aquella leyenda viva de la edición, atrincherado en su gabinete tras una mesa llena de papeles, borradores, y retazos de infolios donde garabateaba citas, ideas. Una nube densa de humo que parecían los poderes de un santo, del santo de la edición, salió de la boca de Grasset. Sin duda esa chica sería el testaferro de un Joseph Kessel. Pero se confundía Grasset, la autora de aquellas líneas, que dejaban a entrever un conocimiento del mundo muy amplio, estaba sentada delante suya. Por supuesto no era una obra de un Kessel, escritor judío amplíamente reconocido en la época, y tampoco de un Robert Brasillach que a pesar de su marcada aureola derechista, era un novelista genialoide. David Golder iba a conmocionar las letras francesas en los los locos años veinte.

La misma Irene Nemirovsky volvió al cabo de un largo ostracismo a copar portadas de los diarios franceses en el año 2004. El nobel francés Le Clézio saludaba el hallazgo de una obra inédita además de  inacabada, La suite francesa, que fue la novela que nos descubrió a los lectores en castellano a esta inmensa literata. Recordemos que La suite es una epopeya de los franceses que se desparramaron por las carreteras de aquel país, en busca del sur, y escapando de las hordas nazis capitaneadas por Guderian. Las defensas francesas se habían desmoronado en aquel largo verano de 1940 e Irene narra sus experiencias de aquella nueva diáspora, y lejos de idealismos, nos entraña en unas vivencias repletas de dificultades y donde lucen con maestría los claroscuros del alma humana, siempre al acecho de los más débiles. De pronto, la narración se corta abruptamente. Entra en la acción la parte de la historia no contada. Nemirovsky no puede llenar "sus partituras" con su garabateo musical, porque capturada por los nazis en el año 1942 fue deportada a Auschwitz, donde morirá gaseada entre sus hórridas torres que vomitan sin descanso el humo del terror. En el año 2004 Suite francesa recibe el Premio Renaudot otorgado por primera vez a título póstumo. Sólo un monstruo de las letras cuya sombra de talento es más que alargada, feraz, de la talla de Irene, lo puede merecer. Y al lector todavía le conmueve, aunque haya leído la novela hace mucho tiempo, el trágico final de la escritora, similar al de tantos millones de desgraciados que partieron a las fábricas de la muerte masiva(2).  


Los años Veinte parisinos también pertenecieron al mayor genio
de la pintura junto a Matisse.
(1) Los despistes de grandes autores como Onetti, o incluso nuestro más cercano y maravilloso Don Álvaro Cunqueiro. El gallego perdía frecuentemente sus manuscritos, aunque su memoria prodigiosa le permitía reproducir lo escrito hasta la nimiedad de una coma. Con todo, llegó la edad que todo lo carcome, y el señor CUnqueiro no podía reparar semejantes olvidos como antaño. Uno de los últimos periodistas en verle con vida, recuerda los ojos con leves lágrimas en el viejo escritor, por haber perdido un borrador más  y no ser capaz de recordarlo, demediada la memoria. Onetti, en cambio iba dejando rastros de su creatividad por doquier, así en la casa de su heramana, cualquier lugar era fecundado por su selvática prosa, llena de sonidos rumorosos y poesía, que nos convierte la jungla en casi un paraíso, aun cuando la dureza sea un cardúmen inapetente. 

(2) La solución final diseñada por el equipo del infausto Himmler, quería remediar el shock que producía en los nazis más fieles, que conformaban los pelotones de fusilamiento. A pesar de sus nauseabundas y firmes convicciones, al cabo de unos pocos servicios, su alma empezaba a flaquear a despertar entre truculentas pesadillas. La solución matar de forma económica y sobre todo impersonal. Un peldaño más en el terror creado por y para los humanos.

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