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Las acuarelas de Tamerlán


La lectura reposada del dominical con las pantuflas en las que se embebían mis pies y los tragos cortos de café, albergaban algunas veces muchas sorpresas. Porque agazapada entre noticias más propias del día de la marmota, como la casmodia de una ceremonia de los Goya carente de ritmo y la negociación eterna para conformar un gobierno en España, enseguida un titular había reclamado mi atención: se habían subastado dieciséis acuarelas de un autor maldito por cuarenta mil euros. La vivienda del Dr Bloch es la pieza más valiosa, con la firma inflamada y la subjetividad de nuestros ojos, que se disparan en cuanto se juntan las letras que por antonomasia han encarnado el odio: HITLER. Apenas recordábamos bajo la frágil mirada del Führer en La Guarida del Lobo, sus ínfulas de artista. Estragado, la bestia luciferina andaba exánime como un saco al pasar revista a sus tropas. Sin duda, las arrugas y la piel verde velaban la imagen del líder, que no guardaba ningún parecido, con el gesto inmarcesible de todas las fotografías oficiales.

Desde luego, le había sonreído la victoria en todos los frentes hasta que la balanza comenzase a inclinarse en su contra en Stalingrado. Pero en aquella atmósfera opresiva de la Guarida y del Búnker,  habían quedado muy lejos los devaneos con el arte cuando la guerra marchaba bien y los apartes con los que obsequiaba a su arquitecto preferido Albert Speer, para discutir sobre la munificencia futura del III Reich, que se tendría que plasmar forzosamente en su arquitectura. Las memorias del arquitecto del Führer son una mirada introspectiva del propio régimen, si bien es cierto, que humanizan al monstruo que aparece en sus capítulos como un ávido cinéfilo y el objeto de todos los desvelos de la camarilla de hampones nazis.

Sin embargo, lo que nos gustaría resaltar son más las catacumbas de la existencia de Hitler, la época en la que malbarató la herencia de su madre, para vivir el sueño de la bohemia artística en Viena. En torno al eje cultural y científico que representó la capital del Imperio Austrohúngaro, giraron los más sabios pensadores, Wittgestein, los mejores artistas como Klimmt o músicos revolucionarios como Schöenberg, que quisieron desatar el nudo gordiano que representaban las ataduras y convencionalismos sexuales de la época. Todos se concentraron en sus cafés, que irradiaron sus ideas estéticas y filosóficas por los cuatro costados del orbe. Allí llegó un joven  soñador a imbuirse de aquel magma creativo. Correcto en la ejecución técnica, portaba su caballete a rastras y quizá debido a una exigua preparación de los exámenes, fracasó en su intento de ser admitido en la Escuela de Bellas Artes. Luego, el mismo Hitler se vanagloriaba de haber rodado como un vagabundo, durmiendo en bancos y mendigando un café, hasta que la Gran Guerra le sorprendió en la ciudad más importante de Kakania. Algún historiador en un delirio literario, proclamó que el profesor de la Escuela de Bellas artes vienesa, achacó a las obras del joven aspirante una falta de viveza y  una gran frialdad, a fin fundamentar las causas por las que habían rechazado su ingreso en la academia. Parecía a tenor de la fanfarria que gastaba el historiador, que el maestro había penetrado en el alma del futuro dictador, y se hubiese abismado en la espiral de terror que provocaría años más tarde.
 
La malvada leyenda en el frontispicio de Auschwitz


La cuestión que me azuzaba de fondo aquel domingo, era como decía mi amigo Ontiveros, si habría que acabar con  las acuarelas de Hitler porque humanizaban al monstruo. De hecho,  se habían convertido en materia recurrente de nuestras rencillas y apenas podía parar su irrefrenable ansia de borrar cualquier vestigio del monstruo. Su penacho en forma de tupé se bamboleaba, fruto de su facundia.
-       -    Supongamos, Ontiveros, que jugando a las ucronías
-          ¿Perdona, qué es eso, Muna?- Ontiveros tiró con avidez una calada de su cigarrillo. Le acompañaba  un gesto desmayado cuando me preguntó.
-          Has visto la serie Un hombre en el castillo Es especular por si un determinado acontecimiento de la historia hubiese ocurrido de otra forma, por ejemplo, que las potencias del eje hubiesen ganado la guerra.
-          Entendido.
-          Pues imagina que a Adolf Hitler le hubiesen aceptado en la Academia de Bellas Artes. Quizá se habría apartado de su andadura criminal posterior, aunque tengo mis dudas. La Gran Guerra habría agitado sus visiones igualmente.
-          Pero las cosas ocurrieron como ocurrieron. Y no podemos humanizar al genocida con acuarelas
-          Las acuarelas nos hablan de la extraña humanidad pero humanidad al fin y al cabo de Hitler.
-         
       El   mal anida en ellas.- Seguidamente, en una pose enigmática sus ojos giraron, y me habló de las emanaciones de malignidad de acuarelas en uno de sus planteamientos mágicos. Las pinturas según él, estaban impregnadas del alma malévola de Hitler y aquel halo perverso habría de contaminar a quien tuviese un contacto directo con ellas. Cuando le refuté que se trataba de superchería, enarcó sus cejas porque creyó que no le había entendido y con voz pastosa porque su fervor se empequeñecía, aludió a la historia del extraño anillo de Rodolfo Valentino.- El galán de los galanes estaba en la cúspide de su carrera, cuando de pronto enfermó. Dicen que se empeñó en comprar un anillo, pese a las advertencias del joyero, que le había insistido en que cogiese cualquier otra pieza. Pero la joya había ejercido su influjo en Valentino, que prendado, no dudó en tomarla. La maldad le había atraído sin remisión. Fue ponérselo que no pudo desprenderse de él; había algo en aquel tesoro, que le apartaba de la vida y del resto de seres humanos: se volvió un misántropo. Aun así, siguió cosechando éxitos en su carrera cinematográfica, pero con apenas treinta y un años, le dio un ataque de apendicitis agudo, que le llevó a la tumba inesperadamente.
-          
¿Quién fue su anterior dueño,? – Pregunté en referencia al anillo.

-   -  Tamerlán.- Dijo medio erguido, aleteando las pestañas. Poco después, al buscar la historia en internet, descubrí que una parte de la misma había obedecido a la majestuosa inventiva de Ontiveros. Era un anillo de lo más corriente. (Leer el resto de la historia en este estupendo blog http://www.espaciosocultos.com/2011/05/el-misterioso-anillo-maldito-de-rodolfo-valentino.html). El caso es que el sátrapa mogol no fue el causante de tanta desdicha, sí en vida, puesto que fue uno de los tiranos más temidos, ni siquiera el Conde Vlad se le aproxima en vesania. Aquella tarde, a pesar de la magnífica historia, le repuse que las acuarelas nos servían para atestiguar la humanidad de Hitler, capaz de lo mejor y de arrastrarnos a la realidad más atroz. Hasta que nos aferramos a nuestros gin tonics, como quien se ase a la única tabla de salvación en medio del marasmo de otra semana plúmbea, para que mi amigo cuestionase otra vez la publicación del Mein KAmpf en Alemania,  una nueva excusa para que se vuelva a hablar del gran genocida (habían expirado los derechos de autor del Estado de Baviera)

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